Por fin, el viernes pasado, el cantautor Bob Dylan le dio el “sí, acepto” a la Academia Sueca y así ya quedaron públicamente unidos hasta que la muerte los separe. Tampoco había alternativa. Resulta que un premio Nobel no se puede rechazar, es decir, se puede dejar plantada en la ceremonia a la Academia Sueca, pero lo que el Nobel une no lo puede separar el hombre, y menos el premiado, al menos según reza en los estatutos de la misma academia “cuyos premios no pueden ser devueltos o revocados”. ''El hecho de que haya rechazado esta distinción, no lo hace -en absoluto- modificar la validez de la concesión'', respondió la institución cuando en 1964 el francés Jean-Paul Sartre rechazó el premio “en absoluto”, como enfatizó en la carta que envió a los suecos, pero, de hecho, y a su pesar, el existencialista figura en la sagrada lista de los premios Nobel de literatura sin posibilidades de ser borrado.
Eso sí, los estatutos también indican que ni los 900 mil dólares, ni la medalla, ni el diploma serán entregados al premiado que no asista a la ceremonia sin una razón poderosa, como estar preso, por ejemplo, como el chino Liu Xiaobo, Premio Nobel de la Paz 2010, o por presiones externas comprobables, que incluso han hecho rechazar el premio en otras disciplinas a no pocos premiados.
Pero bueno, este asunto que tenía pendiente a la culta minoría de la humanidad ya tuvo avance feliz, y muy cordial además, y hasta disculposo, porque según se ha sabido, la excusa por pasar dos semanas sin responderle el teléfono a la Academia fue que la noticia sobre el Premio Nobel lo dejó “sin palabras”, excusa que suena también burlona de parte de alguien que recibe el premio más importante en el mundo por su trabajo con las palabras.
La actitud de Dylan –"grosero y arrogante", como lo describió un miembro de la Academia Sueca– fue solo la coda de la real polémica de esta premiación. ¿Un músico recibe el Premio Nobel de Literatura? ¿En serio? Y corrieron la tinta y los bites para aplaudir y para protestar casi por igual y casi con el mismo entusiasmo –casos de insultos incluidos–. El sentido del humor fue el aporte exquisito en este asunto tan cremoso y natoso, y hasta Mario Vargas Llosa –premio Nobel 2011– contribuyó muy seriamente al preguntarse si el año que viene "no le van a dar el premio a un futbolista". Ya el año pasado hubo cejas levantadas cuando el premio se lo otorgaron a una periodista que solo hace –muy a su modo– periodismo, pero había suficientes libros que ayudaron a justificar la decisión tanto en la cultura en general como en la industria editorial en particular. Pero ahora la cosa se saltó el cerco hacia otra industria y otra subcultura, la musical, que mucha letra tendrá, pero es música su esencia y naturaleza, y ahora es, como mínimo, más difícil entender el gesto.
El meollo de la cuestión es ¿qué quiere la Academia Sueca que entendamos? ¿qué es literatura? o ¿qué significa el Nobel de literatura? ¿acaso no es la misma respuesta? Yo creo que no, aunque quizá nos estamos dando cuenta tarde. El premio Nobel de Literatura no hace que el periodismo sea literatura, tampoco que la música sea literatura y, si nos remontamos al Nobel de Literatura que le dieron a Winston Churchill en 1953, tampoco hace que la política sea literatura. Y en contravía, no ganar el Premio Nobel de Literatura no hace que no sea literatura la obra de Jorge Luis Borges, o Yukio Mishima, o J. R. R. Tolkien, o Carlos Fuentes, o Marguerite Yourcenar, o Vladimir Nabokov o de cientos de literatos que no lo han ganado en los últimos 115 años.
Lo que ahora sabemos con certeza es que el Premio Nobel de Literatura solo significa la idea que propone el comité que elige al ganador, a sabiendas de que su propuesta es, acaso, la más influyente y convierte a quien lo recibe en una de las personas más influyentes del planeta, no porque se les haga caso –viviríamos en paz si así fuera–, pero sí por el posicionamiento de ideas en los medios de comunicación en cada época. Hoy quizá –y solo quizá– la Academia Sueca quieren que las ideas que contienen las bienintencionadas canciones de Bob Dylan tengan otra palestra y un renovado impulso, y es ahora que sabremos si vale la pena escucharlo sin música de acompañamiento, si es que el cantautor ya salió de una vez por todas del mutismo. Yo me declaro desinteresado en juzgar la calidad literaria de las letras nobeladas, eso ya lo están haciendo sus especialistas.
En 2005 entrevisté a José Saramago, que había recibido el premio Nobel de Literatura en 1998, y quiero compartir aquí las respuestas que me dio analizando someramente el asunto de tener un Nobel, el por qué y para qué:
—¿Cuánto pesa un Premio Nobel al momento de escribir?.
—Cuando se trata de escribir, en mi caso no pesa. Podría llegar a ocurrir que después del premio Nobel, por el hecho mismo de la importancia que tiene, uno se sintiera intimidado. Puede ser un poco inhibidor, pero yo no he sentido esa amenaza. Desde 1998 para acá he publicado cuatro novelas y una obra de teatro.
—¿Y al momento de hablar sabiendo que se tiene la atención mundial?
—A la hora de hablar para comunicar ideas sí pesa. No por el hecho de que uno se considere a sí mismo más importante por haberlo ganado. No porque el Nobel le dé la razón a todo lo que uno dice. Lo que sí ocurre es que con el Nobel lo que uno dice tiene un alcance a más personas, tiene más influencia, por eso se vuelve una responsabilidad.
— Es curioso que aunque sea un Nobel de Literatura, de lo que menos se habla con usted es de literatura.
—Si yo tengo que dar una justificación a eso sería que de mi literatura hablo en mis libros, ellos son literatura, y, por tanto, siendo el caso, me tocaría explicar y exponer qué es lo que intenté expresar en ellos. Pero la verdad es que si el mundo está como está, para mí, pasar una hora o dos hablando de literatura es un poco extraño. Además, si yo tengo que hablar de lo que hago en mis libros, inevitablemente son ellos mismos los que me llevan a hablar del mundo, de la vida, del rumbo que lleva todo. Y quizá no cumpla mis obligaciones como escritor, pero cumplo de manera satisfactoria mis obligaciones de ciudadano. Y según yo lo entiendo, ciudadano y escritor van pegados uno al otro, y cuando habla uno también habla el otro.
Si bien el premio Nobel aumenta sustancialmente las ventas de los libros de los premiados, el alcance real se cuantifica en la cantidad de personas que escuchan sus declaraciones en la prensa y en eventos masivos y privados. Está por verse si los discos de Dylan ahora se venden más y si sus conciertos se llenan más, pero, más importante, está por verse si su valioso ideario logra salir del selecto público que aún escucha sus discos y va a sus conciertos, y si sus devotos le siguen rindiendo culto ahora que pasa a predicar desde el púlpito más vistoso que el sistema ofrece.
También se intuye algo de mercadeo en estas decisiones, pues las ramas injertadas tienen una relación natural e intereses particulares con las industrias mediáticas y eso supone más atención y más mercado para la marca Nobel que parece que no encontró entre los literatos ninguna figura que luciera bien su medallita.
Termino con mi conclusión tras el esfuerzo de entender la polémica desde la orilla de los que resienten la decisión y hasta levantan la pancarta de traición. Los recientes premios Nobel de Literatura implican un intento de literaturizar la cultura, un intento que si bien reivindica a la palabra escrita como partícula creativa fundamental, también socava la figura del literato cuya opción vital es única y exclusivamente la creación literaria pura, sin otro fin que la literatura en sí misma. Y en esto último es que han saltado los resortes del cuestionamiento. Y no creo que sea cuestión de discutir qué tanto de literatura tiene la música o el periodismo o la retórica política, sino en tratar de descifrar la narrativa de la historia del Nobel de Literatura. Hasta ahora, con las excepciones que la regla manda, el premio Nobel de Literatura ha encumbrado la vida de una persona que se dedica a un oficio a la sombra, solitario y arriesgado en todas las dimensiones pragmáticas de la supervivencia, ha validado al escritor en su individualidad como constructor de cultura e identidad con alcances para toda la humanidad.
El Premio Nobel de Literatura ha hecho creer a muchas generaciones que para un escritor hay un sello de éxito, aunque sea en las quimeras, y que un escritor puede alcanzar respeto unánime de sus contemporáneos. El Premio Nobel de Literatura ponía el reflector en el literato para reconocerlo en su pureza, sin importar si vendía muchos libros, ni en qué lengua escribía, ni privilegiaba al novelista, ni al dramaturgo, ni al narrador, ni al poeta, era un premio más allá de la industria editorial, un premio exclusivo. Eso se acabó. Quizá llegó la hora para crear otros premios Nobel para la música, el cine, el periodismo, y otras tantas disciplinas culturales, o, más barato, de una vez transformar el de Literatura en un Premio Nobel de Cultura para darse a entender mejor. Siempre leemos por aquí y por allá eso de que los Oscar son el Nobel del cine, los Grammy son el Nobel de la música, el Pulitzer es el Nobel del periodismo, y tantos otros apócrifos que quizá no sea necesario invadir territorios ya conquistados ¿o sí?.
Pues nada, estas son las tonterías que tenía por decir sobre este asunto.
Sin público no hay canción, porque la canción, desde la misma palabra latina, se forma al unir el verbo canere (cantar) y el sufijo -tio (acción y efecto), cantio, el efecto de cantar, el efecto lo pone el otro, el que oye, el público. Y escarbando más en la palabra, el verbo latín canere tiene kan (cantar) como raíz indoeuropea, que también es raíz de otras palabras como chantaje, engatusar y vaticinar, palabras que involucran un efecto en otro. Y así, desde su etimología, la canción siempre es popular, relativa al pueblo, que le gusta a la gente, que la engatusa, le vaticina, le chantajea. Estadísticamente no existe el pueblo como unidad; sociológica e ideológicamente el pueblo se define por sus condiciones económicas adversas para conseguir una buena educación formal, salarios decentes, vivienda digna y todo lo que permite vivir con calidad la vida y adquirir una cosmovisión intelectualmente sofisticada. De ahí que el intelectualismo –consciente o inconscientemente– percibe en la canción popular un producto cultural de baja calidad estética, es decir, de inmediata interpretación semántica, de vocabulario llano y sintaxis simple, de patrones armónicos y melódicos básicos, intuibles, predecibles, de fácil consumo, pegajosos, resonantes. En consecuencia, la canción popular también se monta en una narrativa fácil, generalista, masiva y en extremo empática, condición necesaria para su popularidad y su mercadeo, y el subsiguiente éxito comercial. También debe decirse que cada canción encuentra a su pueblo, con su idioma y su lenguaje, su tradición, su historia, su historiografía, su cartografía, su época y su exageración.
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Hace dos semanas la Sala de lo Constitucional publicó la sentencia que declaró inconstitucional la Ley de Amnistía. Ese día también publicaron tres sentencias más que declararon inconstitucional el cargo del 13 % a la energía eléctrica que el Ejecutivo quiere imponer, la aprobación por parte de la Asamblea Legislativa de un préstamos por 900 millones de dólares para el gobierno, y la figura de los diputados suplentes. ¿Casualidad? No. En su conjunto, las cuatro sentencias afectan a todo el espectro político, y, además, evidencian que el voto de los cuatro sospechosos de siempre no siempre es unánime.
El calor es un tema inevitable en Managua, y no es que uno no tenga otra cosa de qué platicar allá, es que el tema fluye por los poros sin necesidad de metáforas porque el calor no da respiro a la ficción, y, para rematarla, el noticiero de la tarde del primer día anunció que sobre los 37 grados centígrados que marcaban los termómetros y la sensación térmica de 41 se montaría una ola de calor. Sí, más calor. No quedó más que asumir ese trópico improvisado entre dos lagos que juegan a ser océanos. Así ningún menú era del todo apetecible si no incluía aire acondicionado y cargar una botella de agua era obligatorio so pena de perder el enfoque y la concentración, y en esos días nadie quería que le pasara eso, no sea que estuviera al lado Javier Cercas, Laura Restrepo, Santiago Roncagliolo, Ignacio Padilla, Almudena Grandes, o algún otro literato o un buen lector y que por la falta de enfoque y concentración uno se perdiera una buena plática, o al menos un apretón de manos y un par de besos de estos señores, de estas señoras que hacen o leen los libros que leemos, que queremos leer, que debemos leer.
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“Se habla muy mal del periodismo cultural, que ha venido en retroceso y que se le da poco espacio, pero yo digo que probemos a darle carne al periodismo cultural. Hay que darle pretextos al periodismo cultural”, me dijo Sergio Ramírez cuando estuvo en El Salvador a inicios de abril para presentar Sara, su nueva novela, y para presentar la cuarta edición de Centroamérica Cuenta, el encuentro literario más importante que tiene la región y uno de los más importantes en Iberoamérica desde 2012. Pero en estos países tan sobrepasados por las urgencias, lo importante suena poco.
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Vengo de El Salvador y una de las cosas que no dejan de conmoverme en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara es su público. Las nutridas filas en las taquillas cada día, los pasillos y lo stands repletos de gente, el entusiasmo de gente que incluyen la lectura en su canasta básica y que acuden en familia a pasar uno o varios días rondando los 34 mil metros cuadrados dedicados a la literatura y a la industria editorial tanto en español como en otros idiomas. Un promedio aproximado de 88,888 boletos se venden cada día a 20 pesos cada uno (US$1.20 al cambio de hoy), y para que un salvadoreño logre dimensionar esta cantidad de público quizá ayude decir que se trata de un número de gente que supera por casi por 2,500 las localidades (estándar FIFA) que suman el Estadio Cuscatlán y el Estadio de la Flor Blanca en sus máximas capacidades.
A modo de diario de campo, quiero aportar acá alguna que otra recomendación de lectura por cada día que paso perdiéndome en este babélico laberinto literario en el que estoy. Los libros y autores que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara pone en la palestra hay que tomarlos en serio, porque lo dice la feria literaria más grande de Iberoamérica y la segunda más grande en el mundo, solo después de la de Frankfurt. Entre el 28 y el 6 de noviembre, son más de 650 autores de 38 países, y 1900 editoriales de 44 países que se toman los 34 mil metros cuadrados del campo ferial que cada año reciben a alrededor de 800,000 visitantes durante 9 días con un promedio de 60 eventos cada día y más 10 simultáneos en cada hora.
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“No hago otra cosa que pensar en ti, y no se me ocurre nada…”
Joan Manuel Serrat
Conocí a Enma Hernández recomendándole un libro. Era 1996, y un mediodía, un sábado, quizá de septiembre, y entró Enma con su mirada curiosa y su palabra apresurada preguntando que desde cuándo existía ese lugar. El lugar se llamaba La fuente de jade, y fue una librería muy sui generis que devino en galería, peña cultural, café, cine club, escuela con clases de guitarra y de dibujo. Estaba ubicada a un costado del colegio Cristobal Colón, y Enma llegó atraída por el portón abierto de la cochera en la que colgaban reproducciones enmarcadas de obras de Frida Kalho, Vincent Van Gohg, Chagal, Klimt y Kandinsky. Yo trabajaba los fines de semana en La fuente de jade y me dispuse a atender a la clienta que se acercó a una de las mesas en las que estaban los libros que teníamos a la venta. La recuerdo con el pelo hasta el cuello cortado en capas, teñido de rubio dorado, alisado con secadora; vestía un traje sastre, falda y saco color turquesa y una camisa de seda de estampado floral, llevaba zapatos de tacón alto y una cartera mediana que combinaban. Después supe que su perfume se llamaba Opium. Definitivamente no vestía como la clientela que solía visitar el lugar, es decir, estaba habituado a recibir mujeres con faldas “indues” hasta los tobillos, camisas de tejidos artesanales, pashminas y perfumes de sándalo, o similares outfit de la bohemia de posguerra. Ella vestía distinto pero empezó a tomar los libros y a leer sus contraportadas en cinco segundos, un libro, luego otro, y otro más como una niña que quiere todos los juguetes que descubre frente a ella.
—Recomendame uno– me dijo con cierta perturbación y con tono entusiasta pero mandatorio.
Voy a hablar de Malacrianza, la película salvadoreña recién estrenada en El Salvador luego de haberse paseado ya por siete festivales en distintos países. Es el primer largometraje de ficción de Arturo Menéndez, quien ya lleva en su filmografía dos cortometrajes profesionales –Para volar (2008) y Cinema Libertad (2010)– y que ha figurado con algunos proyectos en festivales internacionales como La Berlinale o el Central American Film Festival (C.A.F.F.), en Roma, Italia.
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Todos hemos visto cuando un perro corre mientras ladra obsesionado tratando de agarrar entre sus dientes la llanta de un carro que pasó a su lado ¿Qué pasa cuando ese carro se detiene al alcance del perro? ¿Qué hace el perro? ¿Qué es lo que quería el perro? Para obtener las respuestas a mis absurdas preguntas habría que preguntarle al perro sobre su obsesión y, claro está, el perro no respondería nada que podamos comprender.
Esta fabulación solo pretende acercarnos a las obsesiones que también los humanos tenemos, y puntualmente esas obsesiones ciudadanas que durante los últimos meses se han instalado en las redes sociales de internet, en las tertulias periodísticas de la radio y televisión y, eventualmente, en algunos espacios urbanos: parecemos obsesionados con que El Salvador tenga una CICIES, es decir una una Comisión Internacional Contra la Impunidad en El Salvador.
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