Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Y si te vuelvo a ver pintar un corazón de tiza en la pared…
Radio Futura, "Corazón de tiza"
Hace una semana asistí a un concierto en un lugar cerca de la Glorieta de Insurgentes. Cuando el reloj dio las dos de la mañana, quise irme. Al salir, parecía que se acababan de encender todas las luces, era tarde, los puestos de comida estaban, algunos, a punto de cerrar; algunos ya estaban cerrados y en otros el empleado tallaba fuertemente, con una escoba, las paredes de metal grasoso, como si le cepillara los dientes a un elefante inorgánico, nocturno, encadenado para siempre a la banqueta. Un par de niños, que me recordaron a dos de mis sobrinos (por las edades, uno de 8 y el otro de seis, aproximadamente) intentaron venderme un mazapán, pero no traía cambio. Luego los vi perderse en una calle perpendicular a la que tomé, con la espalda manchada de las luces de los puestos de comida y el frente del cuerpo, el pecho, donde dicen que viaja el corazón, tendido hacia la madrugada; cómo se llaman, quise preguntarles, pero me pareció inútil o me dio miedo.

(Recordé entonces a la niña que conocí hace ya dos años. Yo me dirigía al metro Rosario, en un camión de la línea de Zumpango, a las 10:30 de la noche, y cerca del centro de Cuautitlán subió una mujer vieja, con una niña de diez u once años y un niño de cinco o siete; cargaban una cubeta llena de ramos de rosas. La niña se sentó junto a mí y, luego de preguntarme mi nombre, me dijo, mientras borraba con su cuerpo el espacio entre nosotros, que era un hombre muy guapo. Niña: sé que no sabrás que pensé esto, pero me dieron ganas de llorar por escucharte decir eso, a esas horas, con esa entonación de pequeña mujer; me parece que aquel día tú empezaste a ser mayor. Bajaron en el centro de Tlalnepantla. Su abuela me dijo gracias cuando les deseé buena suerte en la venta, porque, según me dijo la niña, esas rosas las vendían afuera de una cantina. Si Dios quiere vendemos todas, me dijo su abuela antes de bajar. Si Dios quiere, repitió antes que se la tragara la vida; era tarde y nos (son)reímos los tres, la abuela, la niña y yo).
Luego de caminar quince, o veinte minutos, llegué a la avenida Cuauhtémoc. Las banquetas estaban llenas de cucarachas y de indigentes, también de las sombras que los focos y las luces de las calles le arrancan por un segundo a las plantas y los árboles. Uno de esos hombres, sentado a las afueras de un Oxxo, llamaba a gritos a alguien que quizás ya ni siquiera esté vivo. Pasé por el Havana Club, afuera había ancianos, mujeres mayores, y una mujer de ascendencia negra cruzada de brazos, espalda contra la pared, que parecía esperar algo, alguien. Hay hombres, mujeres, cosas, insectos, que parecen salir sólo cuando es de noche, flora y fauna que viven de la fotosíntesis inversa de la noche, que se alimentan de humo de cigarro. Esa mujer, la casi negra, me pareció una prostituta, una en el umbral del olvido, la jubilación de las sexoservidoras (me pregunto cómo te han convencido a ti, a base de hambre, de la promesa de lujos, o sólo es que esta es tu vida y ya, sin romanticismos).

Las estaciones del metrobús estaban cerradas, las cortinas de aluminio caídas, como los párpados de algunos indigentes que dormían en las bancas de los parques o en las jardineras. Un hombre roncaba, y otro, de la edad de mi papá más o menos, se puso en guardia cuando pase a su lado: el miedo que sentía yo, el estado de alerta, también lo sentía él. La madrugada es una cosa dura, un pan de sombras, áspero de tragar, que no se acaba por más que la muerdas a pasos, a parpadeos, a rezos. Hice la parada a un taxi y me incliné para hablar con él a través de la ventanilla. Dijo que 160 pesos de ahí a metro Etiopía, a donde me dirigía. No podía pagarlo, me quedaron sólo cien pesos. Arrancó enfurecido cuando le dije que sólo traía eso, si aceptaba. Decidí caminar un poco más, hasta que la distancia fuera de cien pesos. Yo tenía a dónde llegar, pero ellos, los que duermen en los parques, esa mujer que atravesó avenida Cuauhtémoc con un bebé en brazos, no. La madrugada te hace pensar dos veces si en verdad conoces este mundo; los rostros y las cosas cambian, como cuando miras el negativo de las fotografías. Hay miedo en todas partes, y hay razones para tenerlo: asaltos, atropellamientos, la policía, el frío; las aristas filosas de esta figura geométrica, inexplicable, que es la noche.
Seguí caminando sobre avenida Cuauhtémoc. Pasé por Hospital General, luego por Centro Médico. El panteón francés, y sus insomnes puestos de flores, como un oasis de luz en este desierto de ciegos, un islote en esta zona lacustre embalsada en concreto. Las calles desiertas, abandonadas, como si nunca hubieran estado llenas. Dos muchachas delgadas, de casi la misma edad, cruzaron la calle cuando el semáforo estaba a punto de ponerse en verde, aunque a esas horas los semáforos ya no sirven de mucho, ya son sólo árboles que florecen, entran en otoño y se incendian en cuestión de segundos. Una de ellas iba llorando, fue lo último que alcancé a ver antes que desparecieran en una calle menor (a dónde te dirigías esa noche, cuando ibas con tu amiga de la mano, tú, la que lloraba de madrugada, cuando las cosas son más tristes y pesadas, aunque los que dormimos dentro de una casa no lo sepamos; no dejaste de correr, a lo mejor sigues corriendo).

Llegué, por fin, a metro Etiopía; hubo un momento en que sentí que la ciudad me quitaba el horizonte cuando estaba a punto de agarrarlo; una pesadilla sin estar dormido: cuando sueñas que golpeas a alguien y no cae, así allí, que por más que andaba las calles seguían firmes, eternas, inasequibles. Fue la primera vez que veía ese lugar, al que a veces voy sólo a quedarme callado y ver las cosas, de madrugada: parecía otro, como cuando sueñas a las personas que amas y, de pronto, tienen otro rostro y otra voz, pero sabes que son ellos. Llegué a casa de Benjamín y me abrió la puerta: la ciudad se quedó allá afuera, pegada a la noche. Los aviones se oían cerca; pude oír sus alas cortar el aire en mis oídos, como si fueran a aterrizar en donde estaba. Recordé, de pronto, que hacía un par de semanas, dos tal vez, en un departamento cercano asesinaron a un fotoperiodista. (Estoy seguro que hubo madrugadas en que tuvo miedo, en que cada ruido a su alrededor le sonó como a la muerte, como al final; tener miedo de madrugada es no conocer la esperanza, es revivir los miedos infantiles; en la madrugada todo duele más, la vida está desnuda; la vida, de madrugada, es una espada fuera de su vaina, un animal oscuro que se ha escapado de su jaula de edificios y ruidos y sol). Me quedé dormido luego de unos minutos.
Al otro día, al salir, me dirigí al metrobús. La ciudad apenas despertaba, era domingo y parecía no haber prisa por nada. Compré un yogurt y una gelatina, me senté a comer en una banca de cemento. Vi, pegada a un árbol, una hoja de papel, color morado, un morado suave, donde estaba escrito, con pluma “Los vecinos de la colonia Narvarte estamos hartos de la violencia y la muerte, exigimos a las autoridades un alto”. Rubén, se llamaba el fotoperiodista que asesinaron, en un departamento, cerca de ahí. Ya no pensaba en eso, pero una hoja llena de palabras sencillas, vivas, necesarias, como un corazón (porque cada palabra que habla de memoria y dignidad, de lucha y solidaridad, es un corazón; los hay de tiza, como en los pizarrones de las escuelas pobres llenas de niños pobres, hijos de padres pobres y a veces muertos y torturados) una hoja llena de palabras así, empero, me hizo recordar. Recordé la madrugada, con sus indigentes, con sus puertas cerradas, con su gente, periodistas o no periodistas, que huyen y tienen miedo, llenos de esa sensación de no tener a nadie a mano, ningún amigo, ninguna salida; su frío, sus calles oscuras, sus cucarachas y todo lo demás que pocos vemos o queremos ver. La madrugada.

Antes de subir al metrobús me di cuenta que las rejas que están en las calles y en las banquetas, por donde se ventila el metro, tenían piedritas atoradas en algunas de las divisiones; es el primer metro donde vi algo así. Parecían pequeñas tumbas, nichos miniatura, una fosa común de hierro crudo para los que ya no están. Pero para tener suficientes espacios, como para que en cada uno hubiera una piedrita, y cada piedrita fuera alguien que ha muerto en esta ciudad, en este país, en este mundo, y ha muerto lleno de miedo, de dignidad y de verdad, muerto de hambre, muerto de frío; muerto de madrugada y de humanidad, todas las calles del DF, todas las calles de este mundo, deberían ser de reja.