"País mío no existes
sólo eres una mala silueta mía
una palabra que le creí al enemigo.
—Roque Dalton, “El gran despecho”
Buscar una voz para una generación de posguerra se parece mucho a la acción de entrar a una iglesia pentecostal en la que hablan, sin parar, quienes han sido tocados por el Espíritu Santo. Y hablan tantas lenguas a la vez, conocidas y desconocidas, tan disímiles, tan convergentes en el gemido o en el llanto, tan únicas y suyas.
La revista Punto de Partida de la Universidad Autónoma de México publicó en su edición de enero-febrero de 2016 un dossier de poesía salvadoreña. Fui encargada de seleccionar la obra poética y gráfica y comparto el texto introductorio a esa colección.
"Todos nacimos medio muertos en 1932", dice en un poema Roque Dalton, otra figura que ha sido apropiada por el partido FMLN, a pesar de las paradojas y la impunidad de su asesinato, surgido en el seno de la misma izquierda.
Documental "1932: cicatriz de la memoria", del Museo de la Palabra y la Imagen.
I
Mi abuelita Iya, mi bisabuela, nacida en 1904 en Piedras Pachas, Izalco, solía contarme sobe "la matanza", lo que ella llamaba "la guerra" y "la entrada del comunismo". Ella, con mi abuela de meses en sus brazos, bajó en enero de 1932 de su casa en Dolores Izalco hacia el desvío hacia Sonsonate para buscar leche, se le había secado el pecho para amamantar a mi abuela. Cuando llegó a Asunción, vio zanjas con gentes, y gentes deshechas: ojos, intestinos, hígados, vísceras. Todo esto me contaba la Iya y yo creía que era un cuento más de los que se inventaba, siempre me contaba un cuento antes de dormir.
Un día, el año 2000, en una vigilia de los mártires de la UCA, entré al auditorio Ignacio Ellacuría: ahí estaba Santiago Consalvi, presentado 1932, Cicatriz de la memoria. La Iya había muerto en 1992 y lo que me había dicho era verdad.
Después de ese encuentro con la memoria de 1932, yo entré en una búsqueda, personal y bibliográfica, medio obsesiva, al punto de que uno de mis trabajos de graduación de la UCA fue precisamente sobre la manipulación de la prensa salvadoreña alrededor de la matanza en enero de 1932.
La posguerra propició, después de 50 años, que la producción académica y los intereses sobre la memoria y la historia oral finalmente se dedicaran a despejar las sombras que los mitos habían levantado sobre la matanza de indígenas de enero de 1932, en la zona occidental del país. También esta floración académica desató jardines fértiles alrededor de lo emotivo que fueron usados por instituciones y personajes con fines menos académicos.
La matanza de 1932 tiene un gran componente simbólico y este simbolismo deviene en lo emotivo. Eso mismo es lo que nos lleva a apropiarnos de un hecho, la empatía con los que sufrieron y desaparecieron, con la identidad que sentimos arrebatada, y esa emotividad lleva en algunos casos a la necesidad de luchar contra la impunidad en uno de los países más impunes de América Latina.
II
Cada aniversario de la matanza, en las redes sociales leo opiniones demasiado ideologizadas para explicar este hito histórico. Y aunque mi bisabuela vio la matanza y eso me conmueve y es parte de una historia en mi familia no puedo dejar de mirar hacia los usos de la historia que distintivos partidos le dan y sobre todo comprender lo bien que viene a un partido político apropiarse de esta tragedia para fundar una genealogía trágica.
La fundación de esta genealogía trágica ha convertido a 1932 en una mitología; al introducir mito en este planteamiento no niego la matanza, al contrario se expone su sedimento en diferentes narrativas; el mito es, precisamente, una narrativa que se construye, y las formas de la construcción de la narrativa de 1932 desde un partido político han sido erigidas de manera mítica, no historiográfica.
Hay un alto importante que hacer en el discurso: y es que la revuelta de 1932 tuvo un altísimo grado de componente étnico, los levantados eran indígenas, quienes, mayoritariamente, trabajaban como peones en las fincas de café en el occidente del país. La discusión de lo étnico es también una discusión de lo político, pues la revolución, que teóricamente debía ser realizada por el proletariado, se encontraba en Centroamérica -y también en China- con otro escenario: con un proletariado incipiente, de sistemas casi pre-industriales, y que rompía al menos con el modelo. Estas discusiones entre indígena-campesino-proletario eran importantes en la circulación de las ideas de la época, y todavía son importantes en la construcción del discurso de la izquierda en El Salvador, y con ello en el devenir de una identidad étnica con la que el partido no se vincula en la realidad.
Cuando trabajaba como periodista, yo sostenía que 1932 había eliminado toda huella de identidad originaria. Pero en uno de mis reportajes sobre el cementerio de Izalco, revisé los libros de enterramiento; en otro reportaje sobre cofradías, revisé las listas de miembros; en otro reportaje, revisé actas de nacimiento. En estas documentaciones y en las cruces del cementerio encontré familias enteras con sus apellidos de origen náhuat, encontré también nahuablantes hablando en extrema pobreza, como había reportado el Informe sobre los pueblos indígenas en El Salvador en 2004. Encontré también resistencia y honorabilidad en los grupos indígenas que habían sido ignorados por todas las políticas nacionales. Entonces, comenzó a resquebrajarse ese mito.
Como historiadora, reviso constantemente trabajos historiográficos. A pesar de la rigurosa producción de los últimos quince años, el periodo de Hernández Martínez es aún una nebulosa para la historiografía, almidonada con los mitos de la teosofía, las aguas azules y la extrema maldad del general fascista, que algunos investigadores como Rafael Lara Martínez han intentado problematizar.
También, muchas investigaciones, salvadoreñas y centroamericanas, han seguido las trayectorias e itinerarios de militantes comunistas salvadoreños, entre la circulación de ideas y las acciones políticas. Antes del supuesto parteaguas de 1932, el Partido Comunista por ejemplo pudo inscribirse a elecciones y en la década de 1920, los militantes comunistas salvadoreños se reunieron en Guatemala con otros militantes, hondureños y guatemaltecos, con la intención de fundar un Partido Comunista Centroamericano, como demuestran los trabajos de Ricardo Melgar Bao y Arturo Taracena.
La fiebre anticomunista en América Latina es una realidad, también la persecución política; estos elementos son tendencia en los procesos políticos continentales pero digamoslo así: desde el FMLN, la matanza de 1932 es una construcción de narrativas posteriores, con el lenguaje de la Guerra Fría.
III
La matanza de enero de 1932 es una TRAGEDIA, pero también se ha transformado en un mito que ha sido bien aprovechado por los partidos políticos, sobre todo por el FMLN.
ARENA, en su fiebre anticomunista de Guerra fría, inicia su campaña tradicionalmente en Izalco, precisamente el sitio más emblemático de la matanza, y que concuerda con su violento discurso del himno: "El Salvador será tumba donde los rojos terminarán". El FMLN, por su lado y con un aumento en los últimos años, también usa la matanza para consolidar su propia mitología. Esta postura ha sido criticada desde varias perspectivas, desde la activista hasta la académica.
Virgen del Tránsito, de la Iglesia de la Asunción, de Izalco.
Dedicado a nuestro profesor de la UCA, José Manuel González, coordinador de la Lic. en Comunicaciones, quien fue asesinado ayer.
Ante ese escenario, reproduzco el texto que publiqué en El Faro en noviembre de 2013, sobre el incendio del archivo de ProBúsqueda.
Mural sobre niños desaparecidos en la guerra civil en las oficinas de Probúsqueda. Foto de Alex Montalvo, tomada del blog UnfinishedSentences.Org.
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La identidad salvadoreña -trazada entre violencia, globalización y pobreza- se aferra a sus símbolos más cercanos. Y en el campo de lo simbólico la música es lo que en efecto resuena en las soledades de la emigración o el exilio.
"Barato", Raza band, 1994.
Escribo este texto con la intención de comprender a Roque Dalton (1935-1975) en la posguerra: como símbolo de la impunidad dentro de la izquierda y como la construcción de una metáfora de país, un cuerpo desaparecido.
Roque Dalton, fotografía sin fecha del acervo del Museo de la Palabra y la Imagen.
Puede consultar más aquí.
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Esta es la línea del Tren entre Veracruz y Orizaba, uno de los caminos de los migrantes indocumentados centroamericanos en su periplo a Estados Unidos. Foto en 2009 paisaje verde pero desolador.
I
Hoy subió al autobús un muchacho hondureño. Pidió limosna: "Mirá vos, amigo mexicano, diculpá esta molestia". Su voseo me activó la resistencia de la lengua, una cosa inexplicable llamada identidad centroamericana.
Hace unos meses, mi madre vino de vacaciones, en un semáforo en rojo, una pareja se acercó al taxi en que viajábamos. Hombre y mujer, jóvenes, delgados, ojerosos. Mostraron un documento de identidad y yo sentí un vuelco en el corazón. En el documento de identidad brillaba el escudo de El Salvador.
- Perdonen, somos migrantes.
- ¿De dónde son? -les preguntó el taxista.
- Somos salvadoreños -contestaron.
- Ay, Dios mío -dijo mi mamá- ¿De qué parte?
- De Soyapango.
Los centroamericanos siempre están pidiendo perdón. Piden perdón en sus países, piden perdón en México, pedirán perdón en todos lados. La culpa no es, sin embargo, de quienes arriesgan la vida para no perderla en su propia casa, la culpa es un estructura monumental centenaria, y todavía no hemos pedido perdón por ella.
Los centroamericanos que piden perdón en México se han quedado varados en su camino de mojados a Estados Unidos. Como muchos migrantes indocumentados, han perdido todo y piden limosna para seguir avanzando hacia la frontera norte.
II
Nacer y morir en el mismo lugar es en varios sentidos un acto patético, siempre que recordemos que el pathos está relacionado a la intensidad. Morir en el lugar en el que se nace es también una tragedia. Muchos centroamericanos han decidido morir en cualquier lugar, excepto en el lugar en que nacieron.
III
México ha sido, por décadas, un generoso refugio de latinoamericanos. Con diferentes matices y paradojas, como han señalado muchos autores, acogió durante varios periodos históricos a centroamericanos en riesgo. Durante las décadas de 1920 a 1960 y la de 1980, fue asilo para los que se encontraban en riesgo de vida en sus países de origen en el contexto de las dictaduras y las guerras civiles.
La posguerra y la pobreza en Centroamérica incrementaron la violencia y muchos de sus ciudadanos decidieron abandonar sus países de origen, por lo que en los últimos años ha aumentado la migración indocumentada, denominada “ilegal” por el gobierno mexicano y los medios de comunicación, cuya tipificación viola el derecho humano de la movilidad migratoria.
Hace unos meses, escribí, con la ayuda de dos salvadoreñas en México, una petición a los gobiernos centroamericanos, un pronunciamiento sobre el desplazamiento forzoso. La petición era muy clara. Solicitaba a los gobiernos del triángulo norte no olvidar que los que arriesgan la vida cruzando otras fronteras son también hondureños, guatemaltecos y salvadoreños, son también ciudadanos y aunque estén afuera del territorio, los gobiernos están obligados a velar por sus garantías mínimas de vida.
Conseguimos poquísimas firmas. Me dio rabia. El privilegio no nos ha enseñado a pedir perdón como han pedido durante siglos los que sufren. Mientras la clase media siga buscando likes en redes sociales, la transformación social estará muy lejos de nuestras manos.
IV
Los migrantes centroamericanos son valorados en sus países de origen siempre y cuando atraviesen exitosamente -y también trágica- la frontera México-Estados Unidos y contribuyan al crecimiento de la economía nacional y al sustento de sus familias a partir del envío de remesas.
Los migrantes centroamericanos desaparecidos en México desaparecen simplemente. No se integran en las narrativas emprendedoras que nos enseña la publicidad. A pesar de la masacre de Tamaulipas, ocurrida en 2012, seguimos pensando que los únicos migrantes centroamericanos que importan son los que venden pupusas o baleadas en Estados Unidos o Australia.
En el debate salvadoreño, los migrantes no son sujetos de temas de nación. Durante las pasadas elecciones, seguí por Twitter a muchos candidatos a diputados. Pregunté con insistencia por sus plataformas políticas y sus propuestas para los salvadoreños en el exterior o recién repatriados. Los más populares nunca me contestaron, sus Cms ni siquiera me dieron el demagógico "fav" por mención. Solo Johnny Sol Wright, de Arena, Diana Orellana, del PSD, y Oscar García del PCN -¡sí, del PCN! me contestaron. Y aunque cada uno ofreció lo que pudo, lo que quedó claro es que los partidos políticos no tienen ni un mínimo interés en los migrantes que no manden la remesa para el Pib.
Los programas políticos, si existen, no son transnacionales, los salvadoreños en tránsito migratorio, documentado e indocumentado, no son contemplados por las políticas públicas actuales. No son salvadoreños, quizá.
V
La primera vez que vi a un migrante centroamericano pedir limosna en México fue hace dos años. Recién llegada al doctorado, vivía un DF alucinante, una esperanza intelectual y demás sinónimos de privilegio. Camino al Colmex, un hombre subió al autobús. Vi brillar en su documento el mismo escudo nacional.
Durante mucho tiempo critiqué los dispositivos de identidad nacional, el arcaismo de los símbolos patrios, esa nación criolla-liberal-conservadora-modernizante-fracasada. Pero ese día en el autobús, el escudo de El Salvador brilló y comprendí quizá esa comunidad imaginada de Anderson, esa geografía moral de la nación de Smith o a mi abuela, simplemente, colocando una bandera de El Salvador cada 15 de septiembre en la ventana de mi casa.
Recordé cómo nos hemos engañado y consolado con la nación y preferí engañarme en la identidad nacional y la solidaridad, dos salvadoreños en un autobús. A veces, la ilusión de la patria nos conforta.
Cuando en 2006 trabajaba como periodista, fui a la frontera de Las Chinamas a cubrir la repatriación de varios salvadoreños detenidos en México en su travesía a Estados Unidos. Venían aplastados y sudados en un autobús, unos 300 salvadoreños, enlatados como sardinas, descorazonados, cansados, endeudados. Vinieron por carretera y no vieron el "Hermano, bienvenido a casa" de un monumento que conecta San Salvador con el camino al aeropuerto. Vinieron y no eran bienvenidos. Eran más bien un silencio, la demostración del fracaso de las políticas públicas y de la identidad nacional.
El Instituto Salvadoreño de Migración los recibió con los símbolos nacionales posibles: pupusas y kolashampán. A veces, la mentira de la patria no nos perdona.
El Salvador se encuentra compacto en varios estratos del tiempo, lo que permite que muchas prácticas cotidianas tengan un pie en el siglo xxi y otro en el xviii, por no decir más atrás.
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He leído, desde hace años, sus columnas, y veo que están preocupadas por el pudor, el honor, la maternidad, la religión católica, lo cual, desde sus escritos, se traduce en una mirada poco cristiana: impositiva, excluyente e intolerante.
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Cada vez que una fosa clandestina aparece, un abismo se abre bajo nuestros pies. Aquí, en México o Centroamérica, la fosa está llena de cadáveres que serán reconocidos por la memoria o suprimidos de la historia oficial.
Continuar leyendo "La calidad del desaparecido: México y Centroamérica" »