Ha pasado mucho tiempo desde mi último post. Un nuevo trabajo ha absorbido mi tiempo libre de forma vertiginosa, pero hoy, después de pasar unos cuantos días encerrada, corrigiendo 182 exámenes, leyendo varios trabajos finales de máster, revisando la edición de un libro y dos artículos, me entró un tremendo remordimiento por no haber escrito algo en este espacio que tan generosamente me ha brindado El Faro. Lo cierto es que en estos momentos es poco lo que realmente puedo contar, y tampoco quiero referirme al estado nefasto en que se encuentra nuestro país, ni a las terribles noticias que brotan por el mundo, aspectos preocupantes que converso a diario con mi familia, amigos y colegas; pero considero que hay personas que saben escribir sobre eso mejor que yo. Así las cosas, decidí que esta vez voy a ofrecer una especie de potpourri sobre varias experiencias cinematográficas y musicales que en los últimos meses le han dado color a mis horas fuera de la universidad y la biblioteca. No hay esnobismo en esto, se los aseguro; lo escribo porque quiero compartir con ustedes estos pequeños momentos de ocio. Es posible que ya conozcan estas películas y esta música, pero quizá, al igual que a mí, les hagan olvidar (pero como forma de resistir), por un momento, el ruido y el olor a podrido que reina allá afuera (aunque, al final, las películas y la música hablen de eso que allá fuera nos muerde a todos).
Cerca de 2002 (no recuerdo con exactitud), conocí a John y Alicia Nash. Estaban de visita en El Salvador (lugar de nacimiento de Alicia) y los periódicos no cesaban de entrevistarles: hacía poco el filme Una mente brillante (Una mente maravillosa en España), basada en la vida de este científico –ganador del premio Nobel de economía en 1994–, había recibido el Oscar a la mejor película. Pero yo los conocí lejos de ese torbellino mediático. En aquel entonces yo estaba casada con el sobrino de Alicia, o Lichita, como le decían sus primas. Así, tuve el privilegio de conocer, no a los personajes de una película, sino a las personas de carne y hueso, a sus grandezas y excentricidades. A lo largo de los años, mientras fui parte de la familia, los volví a ver en diversas ocasiones. Pero tres momentos guardo nítidamente en la memoria.
Liliana Bloch tiene un risa contagiosa. Es estridente, franca, desnuda. No hay medias tintas en esa risotada. Solo el sonido singular de quien sabe darle un descanso al silencio para emanar un regocijo apasionado y jugoso. Si bien su risa explota con facilidad, eso no quiere decir que sus días no sean difíciles. A diario esta salvadoreña residente en Dallas tiene que hacer malabarismos para mantener a flote su galería de arte contemporáneo.
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La ciudad. Ese lugar donde todo es posible. Símbolo de la modernidad. Gran provocadora de sentimiento encontrados. Vientre de ladrillos y mitos: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires, la juzgo tan eterna como el agua y como el aire”, dice Borges en su poema “Fundación mítica de Buenos Aires”. Pero también sabemos que la ciudad es caos y reflejo de desigualdad social; grandes y modernos edificios conviven con favelas, guetos y barrios marginales. Sao Paulo, Medellín, México, D.F., Berlín, París, Nueva York, Barcelona, ninguna se salva de ese contraste. Es entonces que surgen preguntas: la ciudad, como tal, ¿nos pertenece a todos? ¿Quiénes deciden sobre el espacio público? ¿Cómo nos empoderamos de la ciudad?
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