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La escritora puertorriqueña Rosario Ferré murió a los 77 años el pasado 18 de febrero. La noticia me impactó ya que su literatura me ha acompañado durante varios años.
Lo interesante de Ferré no es solamente que fue una escritora posmoderna, que revirtió los mitos femeninos con ironía y lucidez, que con un estilo depurado transitó los terrenos de la imaginación, la memoria y la exploración lingüística para desmenuzar los modelos patriarcales o referirse a la identidad, tanto nacional como personal, y al deseo femenino. Interesante y controversial (debido al momento en que la enunció) es también la idea que defendió a lo largo de su vida: “no hay un estilo de escritura femenina separada y distinta de la escritura masculina”. Pero vayamos por partes para comprender mejor este enunciado sobre el que podemos estar o no de acuerdo. Lo que sí es cierto es que en su momento este vino a ser un valiente contrapunto que invitó a reflexionar más profundamente sobre la escritura hecha por mujeres.
Ferré, en varios ensayos publicados entre 1980 y 1991, promulgó una teoría literaria que rechazaba los rígidos cánones de la crítica literaria feminista de los años setenta. En su ensayo “La cocina de la escritura” (Sitio a Eros, 1980), Ferré se pregunta lo siguiente:
¿Existe, al fin y al cabo, una escritura femenina? ¿Existe una literatura de mujeres. radicalmente diferente a la de los hombres? ¿Y si existe, ha de ser ésta apasionada e intuitiva, fundamentada sobre las sensaciones y los sentimientos, como quería Virginia [Woolf], o racional y analítica, inspirada en el conocimiento histórico, social y político, como quería Simone [de Beauvoir]? Las escritoras de hoy, ¿hemos de ser defensoras de los valores femeninos en el sentido tradicional del término, y cultivar una literatura armoniosa, poética, pulcra, exenta de obscenidades, o hemos de ser defensoras de los valores femeninos en el sentido moderno, cultivando una literatura combativa, acusatoria, incondicionalmente realista y hasta obscena? ¿Hemos de ser, en fin, Cordelias o Lady Macbeths? ¿Doroteas o Medeas?
Más adelante, agrega:
Un soneto tiene sólo catorce líneas, un número específico de sílabas y una rima y un metro determinados, y es por ello una forma neutra, ni femenina ni masculina, y la mujer se encuentra tan capacitada como el hombre para escribir un soneto perfecto. Una novela perfecta, como dijo Rilke, ha de ser construida ladrillo a ladrillo, con infinita paciencia, y por ello tampoco tiene sexo, y puede ser escrita tanto por una mujer como por un hombre. Escribir bien, para la mujer, significa sin embargo una lucha mucho más ardua que para el hombre: Flaubert re-escribió siete veces los capítulos de Madame Bovary, pero Virginia Woolf re-escribió catorce veces los capítulos de Las olas, sin duda el doble de veces que Flaubert porque era una mujer y sabía que la crítica sería doblemente dura con ella. […] Sospecho que no existe una escritura femenina diferente a la de los hombres. Insistir en que sí existe implicaría paralelamente la existencia de una naturaleza femenina, distinta a la masculina, cuando lo más lógico me parece insistir en la existencia de una experiencia radicalmente diferente. Si existiera una naturaleza femenina o masculina, esto implicaría unas capacidades distintas en la mujer y en el hombre, en cuanto a la realización de una obra de arte, por ejemplo, cuando en realidad sus capacidades son las mismas, porque éstas son ante todo, fundamentalmente humanas. [La cursiva es mía.]
En dicho ensayo, –donde Ferré iguala su propio proceso de escribir a la sabiduría de ser buena cocinera–, la puertorriqueña sigue la teoría de Julia Kristeva y propone que la única diferencia entre la literatura femenina y masculina es el tema que desarrolla. Como vimos, Ferré sostiene que la escritura surge de la experiencia y la experiencia diaria de las mujeres –especialmente en el pasado e incluso a principios de los años ochenta cuando ella escribe su ensayo– es distinta de la experiencia de los hombres:
Una naturaleza femenina inmutable, una mente femenina definida perpetuamente por su sexo, justificaría la existencia de un estilo femenino inalterable, caracterizado por ciertos rasgos de estructura y lenguaje que seria fácil reconocer en el estudio de las obras escritas por las mujeres en el pasado y en el presente. Pese a las teorías que hoy abundarían al respecto, creo que estos rasgos son debatibles. Las novelas de Jane Austen, por ejemplo, eran novelas racionales, estructuras meticulosamente cerradas y lúcidas, diametralmente opuestas a las novelas diabólicas, misteriosas y apasionadas de su contemporánea, Emily Brontë. Y las novelas de ambas no pueden ser más diferentes de las novelas abiertas, fragmentadas y psicológicamente sutiles de escritoras modernas como Clarice Lispector o Elena Garro. Si el estilo es el hombre, el estilo es también la mujer, y éste difiere profundamente no sólo de ser humano a ser humano, sino también de obra a obra.
En lo que sí creo que se distingue la literatura femenina de la masculina es en cuanto a los temas que la obseden. Las mujeres hemos tenido en el pasado un acceso muy limitado al mundo de la política, de la ciencia o de la aventura, por ejemplo, aunque hoy esto esta cambiando. Nuestra literatura se encuentra a menudo determinada por una relación inmediata a nuestros cuerpos: somos nosotras las que gestamos a los hijos y las que los damos a luz, las que los alimentamos y nos ocupamos de su supervivencia. Este destino que nos impone la naturaleza nos coarta la movilidad y nos crea unos problemas muy serios en cuanto intentamos reconciliar nuestras necesidades emocionales con nuestras necesidades profesionales, pero también nos pone en contacto con las misteriosas fuerzas generadoras de la vida. Es por esto que la literatura de las mujeres se ha ocupado en el pasado, mucho más que la de los hombres, de experiencias interiores, que tienen poco que ver con lo histórico, con lo social y con lo político. Es por esto también que su literatura es más subversiva que la de los hombres, porque a menudo se atreve a bucear en zonas prohibidas, vecinas a lo irracional, a la locura, al amor y a la muerte; zonas que, en nuestra sociedad racional y utilitaria, resulta a veces peligroso reconocer que existen. Estos temas interesan a la mujer, sin embargo, no porque ésta posea una naturaleza diferente, sino porque son el cosecho paciente y minucioso de su experiencia. Y esta experiencia, así como la del hombre, hasta cierto punto puede cambiar; puede enriquecerse, ampliarse. Sospecho, en fin, que el interminable debate sobre si la escritura femenina existe o no existe es hoy un debate insubstancial y vano. Lo importante no es determinar si las mujeres debemos escribir con una estructura abierta o con una estructura cerrada, con un lenguaje poético o con un lenguaje obsceno, con la cabeza o con el corazón. Lo importante es aplicar esa lección fundamental que aprendimos de nuestras madres, las primeras, después de todo, en enseñarnos a bregar con fuego: el secreto de la escritura, como el de la buena cocina, no tiene absolutamente nada que ver con el sexo, sino con la sabiduría con que se combinan los ingredientes.
En ese sentido, Ferré pone en cuestión la teoría de Hélène Cixous expuesta en su emblemático libro de ensayos La risa de la medusa (1975). Para Cixous la escritura del sujeto femenino se postula como ejercicio deconstructivista del discurso falogocéntrico tradicional con el propósito de enunciar “un pensamiento otro”, donde lo femenino y la escritura femenina ocupan un lugar privilegiado. Asimismo, Ferré revisa a Luce Irigaray e incluso responde por adelantado a la propuesta posterior del lenguaje hémbrico de Luisa Valenzuela aludido en “Mis brujas favoritas” (1982). Ambas –Irigaray y Valenzuela, junto a Cixous– defienden la creación de lenguajes distintos: el femenino y el masculino. Pero, como vimos arriba, Ferré sostiene que el estilo no tiene género y que los creadores de la escritura eligen palabras de acuerdo a la materia o trama que desarrollan. Así, la forma en que las escritoras juegan con el lenguaje no es distinta a la de los escritores. Las palabras y el estilo seleccionados por los escritores pueden ser diferentes, pero esta distinción existirá también entre una escritora y otra, así como entre una escritora y un escritor. En resumen, la estructura y el estilo no cambian de un autor a otro a causa de su sexo, de su “naturaleza”: cambian debido al enfoque que cada uno trae al texto que crea (y ese enfoque, por supuesto, puede ser transgresor, irónico, paródico, subversivo, feminista…). De hecho, esto mismo puede variar entre un texto y otro dentro del cuerpo de la obra de una misma autora.
Ferré, pues, discrepó de otros críticos literarios (hombres o mujeres): la mayoría de estos opinaban que la literatura masculina y la literatura femenina pertenecían a diferentes campos y que, por lo tanto, debían ser analizados de diferentes formas. Aunque Ferré estudió detenidamente las teorías de Cixous y de Irigary, de quienes también se nutrió, su influencia más significativa fue Kristeva ya que ambas no creían en un lenguaje diferente y separado de los escritores masculinos.
Lo anterior, no obstante, no descarta el hecho que Ferré conociera en carne propia la marginalidad que sufre una literatura de valores feministas, atrevida y moderna. En los años setenta, durante los comienzos de su oficio literario, Ferré publicaba regularmente en la revista Zona de carga y descarga, fundada en 1971 por ella misma y otros compañeros, y que existió hasta 1975. La revista, por cierto, reunió a jóvenes escritores puertorriqueños y sobresalió por sus temas políticos y sociales, además de su formato posmoderno. Debido a esos primeros escritos –los cuales después fueron reunidos en su primer libro, Papeles de Pandora, publicado en 1976– Ferré fue rechazada y despreciada por los críticos puertorriqueños de entonces, sobre todo hombres. La llamaron anarquista, pornográfica y traidora de su clase social. Merece la pena citar una anécdota que ella misma relata en “La cocina de la escritura” ya que esta la lleva a reflexionar sobre la escasa atención que, hasta ese momento, la crítica femenina había dedicado a la obscenidad en la narrativa contemporánea escrita por mujeres:
Hace algunos meses, en la ocasión de un banquete en conmemoración del centenario de Juan Ramón Jiménez, se me acercó un célebre crítico, de cabellera ya plateada por los años, para hablarme, frente a un grupo nutrido de personas, sobre mis libros. Con una sonrisa maliciosa, y guiñándome un ojo que pretendía ser cómplice, me preguntó, en un tono titilante y cargado de insinuación, si era cierto que yo escribía cuentos pornográficos y que, de ser así, se los enviara, porque quería leerlos. Confieso que en aquel momento no tuve, quizá por excesiva consideración a unas canas que a distancia se me antojan verdes, el valor de mentarle respetuosamente a su padre, pero el suceso me afectó profundamente. Regresé a mi casa deprimida, temerosa de que se hubiese corrido el rumor, entre críticos insignes, de que mis escritos no eran otra cosa que una transcripción más o menos artística de la Historia de O [novela erótica de la francesa Pauline Réage (pseudónimo de Dominique Aury), publicada en 1954].
Por supuesto que no le envié al egregio crítico mis libros, pero pasada la primera impresión desagradable, me dije que aquel asunto de la obscenidad en la literatura femenina merecía ser examinado más de cerca. Convencida de que el anciano caballero no era sino un ejemplar de una raza ya casi extinta de críticos abiertamente sexistas, que defienden la literatura como si ésta se tratara de un feudo masculino y privado, decidí olvidarme del asunto, y volver aquel pequeño agravio en mi provecho. Comencé entonces a leer todo lo que caía en mis manos sobre el tema de la obscenidad en la narrativa femenina. Gran parte de la crítica sobre la narrativa femenina se encuentra hoy formulada por mujeres, y éstas suelen enfocar el problema de la mujer desde ángulos muy diversos; el marxista, el froidiano, o el ángulo de la revolución sexual. Pese a sus diversos enfoques, las críticas femeninas, tanto Sandra Gilbert y Susan Gubart en The Madwoman in the Attic, por ejemplo, como Mary Ellen Moers en Literary Women; como Patricia Meyer Spacks en The Feminine Imagination o Erica Jong en sus múltiples ensayos, parecían estar de acuerdo en lo siguiente: la violencia, la ira, la inconformidad ante su situación, había generado gran parte de la energía que había hecho posible la narrativa femenina durante siglos. Comenzando con la novela gótica del siglo XVIII cuya máxima exponente fue Mrs. Radcliffe, y pasando por las novelas de las Brontë, por el Frankenstein de Mary Shelley, por The Mill on the Floss de George Eliot, así como por las novelas de Jean Rhys, Edith Wharton y hasta las de Virginia Woolf (y ¿qué otra cosa es Mrs. Dalloway sino una interpretación sublimada, poética, pero no por eso menos irónica y acusatoria de la frívola vida de la anfitriona social?), la narrativa femenina se había caracterizado por un lenguaje a menudo agresivo y delator. Iracundas y rebeldes habían sido todas, aunque alguna más irónica, más sabia y veladamente que otras.
Una cosa, sin embargo, me llamó la atención de aquellas críticas: el silencio absoluto que guardaban, en sus respectivos estudios, sobre el uso de la obscenidad en la literatura contemporánea. Ninguna de ellas abordaba el tema, pese al hecho de que el empleo de un lenguaje sexualmente proscrito en la literatura femenina me parecía hoy uno de los resultados inevitables de una corriente de violencia que había abarcado ya varios siglos. Y no era que las escritoras no se hubiesen servido de él: entre las primeras novelistas que emplearon un lenguaje obsceno, de las que publicaron sus novelas en los Estados Unidos luego de levantados los edictos contra el Ulysses, en 1933, por ejemplo, se encontraron Iris Murdoch, Doris Lessing y Carson McCullers, quienes le dieron por primera vez un empleo desenvuelto y desinhibido al verbo “joder”. Erica Jong, por otro lado, se había hecho famosa precisamente por el uso de un vocabulario agresivamente impúdico en sus novelas, pero del cual jamás hacía mención en sus bien educados y respetuosos ensayos sobre la literatura femenina contemporánea. Entrar aquí a fondo en este tema, con todas sus implicaciones sociológicas (y aún políticas), resultaría imposible y mi propósito al abordarlo no fue sino dar un ejemplo de esa voluntad de hacerme útil como escritora, de la cual me doy cuenta siempre a posteriori. Cuando el insigne crítico me abordó en aquel banquete señalando mi fama como militante de la literatura pornográfica, nunca me había preguntado cuál era la meta que me proponía al emplear un lenguaje obsceno en mis cuentos. Al darme cuenta de la persistencia con que la crítica femenina contemporánea circunvalaba el escabroso tema, mi intención se me hizo clara: mi propósito había sido precisamente el de volver esa arma, la del insulto sexualmente humillante, y bochornoso, blandida durante tantos siglos contra nosotras, contra esa misma sociedad, contra sus prejuicios ya caducos e inaceptables.
Ferré perteneció a una de las familias más prominentes de Puerto Rico, tanto a nivel económico como político: su padre fue gobernador de la isla de 1968 a 1972. Pero Ferré no siguió el camino convencional que su origen familiar conservador le imponía como socialité y señora de su casa. Más bien se rebeló contra todo eso y se decidió por la literatura. Más tarde se doctoró en la Universidad de Maryland con su tesis La filiación romántica de los cuentos de Julio Cortázar, la cual se publicó bajo el título de Cortázar: el romántico en su observatorio (1991); mientras que su tesis de maestría se publicó como El acomodador: Una lectura fantástica de Felisberto Hernández (1986). En sus novelas y cuentos a menudo retrata y satiriza a la clase aristocrática de la isla.
Ante su marginación de los círculos literarios masculinos durante aquellos primeros años, Ferré empezó a luchar para que su obra fuera reconocida por sus méritos literarios y no por el hecho de que fuera concebida por una mujer, o de llamar la atención por ser “pornográfica”. Así, comenzó a publicar ensayos recogidos en diversos libros: el ya citado Sitio a Eros: siete ensayos literarios (1980), El árbol y sus sombras (1989) y El coloquio de las perras (1991), entre otros. En estos ensayos se refirió a la literatura puertorriqueña, en general, al mismo tiempo que expresó su preocupación por el tratamiento que las escritoras recibían a manos de los críticos literarios masculinos. Asimismo, combatió la segregación de la crítica literaria ya que su deseo era deshacer el separatismo creado por el ginocentrismo y el androcentrismo y, en ese sentido, proponía y reivindicaba una utopía en el campo de la crítica literaria: la posibilidad de una crítica no basada en el sexo pero sí sensible a la calidad literaria. Una crítica que sacara de la marginación a la literatura escrita por mujeres pero sin marginar a su contraparte, la escrita por hombres.
El coloquio de las perras es uno de sus escritos que más me atraen, al igual que “La muñeca menor” (su primer cuento, publicado en Papeles de Pandora). En El coloquio de las perras incorpora tanto su propia teoría como su concepto de la subversión del lenguaje, combinando magistralmente la crítica y la ficción. Este cuento-ensayo es una parodia de la novela ejemplar de Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros (1613). Mientras que en la novela del autor del Quijote los dos protagonistas caninos, Cipión y Berganza, deliberan sobre los problemas sociales y políticos de la España del siglo XVII, Ferré retrata la discusión entre dos perras, Fina y Franca. Entre otras cosas, el coloquio canino ferreano versa sobre los silencios de la historia de la literatura y los tópicos negativos en cuanto al sexo opuesto en las obras de escritores y escritoras. El ensayo está dedicado a dos amigas de Ferré, conocidas críticas literarias: Ani Fernández y Jean Franco –de ahí los nombres alegóricos de las perras–.
Uno de los temas del coloquio de estas perras es la falsa imagen que los escritores latinoamericanos crean de las mujeres latinoamericanas. Fina cree que muchos escritores no hacen más que presentar a personajes femeninos de manera negativa, como José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti y José Donoso, ya que estos suelen ser personajes limitados. Franca juega el papel de antagonista en la conversación y le muestra a Fina que varias escritoras tampoco han desarrollado a personajes masculinos positivos y cita ejemplos de representaciones de hombres tontos o flojos; entre ellas nombra a Isabel Allende, Ángeles Mastretta, Elena Poniatowska, Luisa Valenzuela, Marta Lynch, Clarice Lispector, Inés Arredondo y Rosario Castellanos. Según Franca, ellas marginan a los hombres igual que los hombres marginan a las mujeres y concluye diciendo lo siguiente: “Los personajes masculinos ... se encuentran en fin, ... tan ausentes de los textos de nuestras escritoras como lo están los personajes femeninos de los textos de nuestros escritores, y lo que leemos ... es la dramatización de un rol cultural desgraciadamente todavía demasiado vigente en nuestros países. ... [L]os personajes masculinos son casi siempre huecos, ausencias vertiginosas alrededor de las cuales se desarrollan los conflictos femeninos”.
Franca también cuenta el resultado de sus investigaciones y nombra tres libros de historia de la literatura latinoamericana y cinco textos de crítica literaria escritos por hombres en los cuales solamente un 25% de los autores incluidos son mujeres. En otros textos, el investigador no incluye a ninguna escritora. Fina entonces cita a una crítica que ha publicado una bibliografía en la cual se incluyen más de 5.000 nombres de autores, todas mujeres. Franca vuelve al papel de antagonista y dice: “... no se trata de dividir la literatura en campos enemigos, haciendo de ella una Lisístrata en lugar de un arte universal. Nuestro fin ha de ser lograr que las antologías hechas por hombres, así como las hechas por mujeres, reconozcan a los artistas de ambos géneros”.
Rosario Ferré –que lo largo de su vida publicó casi una treintena de libros, entre novelas, cuentos y poesía– se comprometió tanto con la deconstrucción del logocentrismo del “verbo patriarcal” (puertorriqueño-latinoamericano-universal) como con el cuestionamiento de la idea de una escritura y vocabulario exclusivamente femeninos. En definitiva, su propuesta, su síntesis, fue vanguardista pues buscaba un proyecto inclusivo. Valdría la pena que la crítica latinoamericana del siglo XXI la revisitara en diálogo con obras contemporáneas, tanto de mujeres como de hombres, considerando también los estudios de la masculinidad.
Puede leer una entrevista a Rosario Ferré aquí.
Fuentes:
Rosario Ferré. “La cocina de la escritura”. Sitio a Eros. México: Joaquín Mortiz, 1980, 13-33.
Rosario Ferré. El coloquio de las perras. Puerto Rico: Editorial Cultural, 1991.
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