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Cerca de 2002 (no recuerdo con exactitud), conocí a John y Alicia Nash. Estaban de visita en El Salvador (lugar de nacimiento de Alicia) y los periódicos no cesaban de entrevistarles: hacía poco el filme Una mente brillante (Una mente maravillosa en España), basada en la vida de este científico –ganador del premio Nobel de economía en 1994–, había recibido el Oscar a la mejor película. Pero yo los conocí lejos de ese torbellino mediático. En aquel entonces yo estaba casada con el sobrino de Alicia, o Lichita, como le decían sus primas. Así, tuve el privilegio de conocer, no a los personajes de una película, sino a las personas de carne y hueso, a sus grandezas y excentricidades. A lo largo de los años, mientras fui parte de la familia, los volví a ver en diversas ocasiones. Pero tres momentos guardo nítidamente en la memoria.
El primero, en El Salvador, en una cena social. Pocos de los presentes estaban realmente interesados en la ciencia y los Nash se mostraban amables pero reservados, un tanto tímidos, sobre todo el matemático. Pero mi primo, que entonces estudiaba robótica en Caltech (California Institute of Technology), comenzó a hablar con el premio Nobel. Éramos pocos en esa conversación (en realidad sólo ellos hablaban, los demás escuchábamos) pero lo que más me llamó la atención fue la sencillez con la que John Nash se expresaba. En la biografía de Sylvia Nasar se cuenta cómo, en sus años de juventud, John Nash se mostraba arrogante e incluso se refería al resto de los mortales como “sujetos”. Pero el Nash que yo conocí era otro, era el hombre mayor, el que había aprendido a vivir con la esquizofrenia, el que había sufrido y conocido el ninguneo del ambiente universitario hasta que finalmente recibió el premio Nobel. En un momento dado, le entregué un regalo: La tabla periódica de Primo Levi, libro en que el escritor y químico italiano relaciona historias y episodios de su vida con los elementos químicos. Le expliqué que el libro llevaba en sus páginas los golpes de la vida: mientras transportaban por tierra mis cinco cajas de libros desde Costa Rica a El Salvador, en Nicaragua se desataron las lluvias que dieron inicio al terrible y nefasto huracán Mitch; las cajas iban en la cama de un pick-up, cubiertas con plástico, pero el viento pronto las dejó a la intemperie y la pesada lluvia penetró en las cajas. Perdí libros pero algunos se salvaron cuando los puse cuidadosamente al sol, cuando este por fin salió a regalarnos calor y esperanza en medio de la tragedia humana. La tabla periódica era uno de esos libros salvados de la desgracia, medio arrugado, doblado y amarillento, con un leve olor a moho entre sus páginas, pero seguía vital en su contenido y en sus letras danzantes al ritmo de los gases nobles. Y yo quise regalárselo porque me parecía que, como ese libro, él también había luchado contra la adversidad y, gracias a una mano amorosa, él se había recuperado y su mente había seguido brillando; esa era la mano de Alicia, una hermosa e inteligente científica que merecería también una biografía. Por supuesto, no me atreví a explicarle la analogía, pero si le conté la peripecia del libro. Me miró por un breve instante y creo que comprendió; pero solo me dijo: “De joven estuve obsesionado con Bluefields, Nicaragua”. Más tarde, cuando les llevábamos de regreso a su hotel, al científico le hizo gracia ver en letras amarillas y rojas el gran anuncio de NASH, el de los pollos.
El segundo momento que recuerdo tuvo lugar en el campus de la Universidad de Princeton en 2007. Yo estaba consultando en la biblioteca los diarios de Alejandra Pizarnik para una investigación. Así, pasé unos días con los Nash y conocí a su hijo (también diagnosticado con esquizofrenia) y a sus amigos. Fue entonces que se me reveló otra faceta de estos científicos: aquí los Nash no eran reservados ni tímidos, más bien eran alegres y sociables; estaban en su entorno habitual, rodeado de personas afines a sus inquietudes intelectuales. Durante la comida, Alicia me preguntó si ya había visto El laberinto del fauno de Guillermo del Toro, le dije que no, entonces ella me dijo: “Tiene que verla”. Yo le pregunté sobre su trabajo y así me contó sobre su trayectoria como ingeniero aeroespacial, programadora de sistemas y analista de datos. Alicia fue además una defensora de la salud mental y abogó por profundizar en los estudios sobre la esquizofrenia. Cuidó a su esposo y a su hijo y, durante los años más difíciles del matemático, fue ella quien sacó adelante a la familia. Aunque se divorciaron en 1963, ella siempre estuvo cerca de John y se hizo cargo de su bienestar. En 2001 se volvieron a casar. El último día de mi estancia, mientras junto a una amiga de Alicia (donde yo me había hospedado), poníamos orden en la habitación e intentábamos cerrar el sofá-cama en el que yo había dormido, me di cuenta del liderazgo de Alicia, uno del que desgraciadamente se habla poco. En 2005 recibió el Luminary Award de la Brain & Behavior Research Foundation. Viajó por Estados Unidos para hablar de los derechos de aquellos con enfermedades mentales y, luego, en 2009 se reunió con juristas de Nueva Jersey para discutir sobre cómo mejorar el sistema de salud mental del estado.
Una tarde, siempre en Princeton, me llevaron a una charla sobre el infinito que incluía mitos griegos y fórmulas matemáticas (confieso que no entendí toda la charla), y luego fuimos a tomar vino con el resto de profesores con quienes después cenamos en un restaurante. Yo quería saber sobre ellos, sobre sus investigaciones, pero ellos me preguntaban sobre la mía. “¿Cómo es posible?”, me preguntaba yo. Pero allí estaban atentos mientras les hablaba de Alejandra Pizarnik y eso nos llevó a hablar de la depresión, del suicidio, y terminamos hablando de Nick Drake y de su álbum Pink Moon. En un momento dado, John Nash se refirió con naturalidad a la enfermedad que él y su hijo padecían. Recordé entonces lo que años atrás él le había dicho a Mike Wallace durante el programa 60 Minutes, cuando este le preguntó cómo había logrado controlar su esquizofrenia: “Me desilusioné de mis delirios”. Otro día me llevaron a conocer la casa de Albert Einstein en el campus universitario mientras su hijo balbuceaba algo sobre la tercera guerra mundial; ellos se mostraban generosos y pacientes con él. Me despidieron en la estación de tren de Princeton Junction, era una mañana fría de febrero. Mientras esperábamos el tren, John Nash me preguntó qué me había llamado más la atención de los diarios de Pizarnik. Yo le dije: “Cuando al final dice que sabe que es una gran poeta pero que eso no le ha servido para que la quieran”. Nash sonrió, no sé si conmovido o pensando en lo afortunado que él era. En eso llegó el tren y subí. Ellos se quedaron en el andén, diciéndome adiós con la mano, y siguieron así, moviendo sus manos enguantadas como dos niños; yo también les dije adiós desde mi ventana hasta que se convirtieron en un punto perdido en el paisaje nevado.
El tercer momento que guardo en mi memoria sucedió en 2008, en Barcelona. Una profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona había invitado al científico a impartir unas charlas. Estaban los tres: John, Alicia y John hijo. Los llevamos a pasear por la ciudad y, en una ocasión, una de mis alumnas, Katie Coppin, nos acompañó. Alicia disfrutó como una niña el gofre bañado en chocolate que le recomendé probar. En aquel momento yo estaba obsesionada con la Malinche y, entre cervezas, en un bar de la Rambla de Cataluña, John Nash me pidió que le contara sobre la madre del mestizaje mexicano. Yo le dije: “Más bien yo quisiera que me contara de sus ecuaciones [en realidad, lo correcto hubiera sido decir: ecuaciones en derivadas parciales no lineales y sus aplicaciones al análisis geométrico, por cuyo estudio fue premiado unos meses antes de morir], pero me temo que no voy a entender”. Él se rió y me dijo que algún día me lo contaría, que no era tan complicado. Pero ese día no llegó.
El pasado 23 de mayo mi ex marido y todavía gran amigo me envió un mensaje: John y Alicia Nash murieron en un accidente automovilístico. Sentí tristeza pero, poco a poco, al recordar la fortaleza de ambos, la lucha personal que lidiaron juntos, y su entrega apasionada a la ciencia, me convencí que sus vidas representan un ejemplo de la inmedible creatividad humana y del amor que los seres humanos somos capaces de cultivar ante la adversidad. Eso, sin duda, es fuente de esperanza.
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Que linda historia y recuerdos. Eres muy afortunada por haber conocido una persona tan influyente e inspiradora y por entender a Jorge Luis Borges. Su blog, junto con el de "Nadie", son mis favoritos. Por favor escriba más.
Saludos desde la tierra de la Pura Vida!
Publicado por: herman duarte | 06/11/2015 en 12:43 p.m.
que buenisimo Tania! lei tu texto por una recomendación de Mildred Largaespada. Me llamo la atención que Nash estuviese en Bluefields de joven. Que lo obsesionaría? Te contó mas? A mi por ejemplo, me obsesiona de Bluefields el olor de ostiones frescas, el aceite quemado que oxida el aire y la brisa humedad que sopla del este. Gracias, muy emotivo lo que escribiste!.
Publicado por: Miguel | 06/11/2015 en 01:19 p.m.
¡Precioso texto!
Publicado por: Jorge Colorado | 06/11/2015 en 04:17 p.m.
Herman, Miguel y Jorge: Muchas gracias por sus comentarios.
Herman: prometo escribir más.
Miguel: me parece que John Nash no visitó Bluefields, Nicaragua, sino que más bien estuvo obsesionado con el lugar (y leyó mucho sobre el mismo) porque su lugar de nacimiento fue Bluefield, West Virginia. Pero por la descripción que usted ha hecho de los olores y del lugar, seguro que a él le habría encantado ir.
¡Saludos!
Publicado por: Tania Pleitez | 06/12/2015 en 08:07 a.m.
Una historia de privilegiados esrita con una hermosa y verdadera sencillez...!!!
Publicado por: J. A. Peñate Salazar | 06/12/2015 en 02:32 p.m.
Me gustaría destacar su sensibilidad hacia el trabajo del Sr. Nash. Soy matemático y en mi experiencia es muy difícil encontrar personas que aprecien las matemáticas como una disciplina intelectual seria en El Salvador. Incluso entre docentes que se dedican a diario a su enseñanza, es muy difícil vencer la inercia y convencerles de que la matemática no es una ciencia "muerta" que culmina en la repetición de ejercicios mecánicos. Muy al contrario, se trata de una disciplina en constante cambio y con gran variedad de problemas, ¡algunos de extraodinaria dificultad como los resueltos por el Sr. Nash! Sobre el resto de la nota ni comento porque está de lujo. Saludos cordiales.
Publicado por: Gabriel Chicas Reyes | 06/14/2015 en 06:59 p.m.
-- Vaya; pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...
Publicado por: Rafa Mendez | 06/15/2015 en 09:24 a.m.
Que privilegio tuviste de conocerlos!,sin dudaque tuviste una experiencia enriquecedora a su lado!.
Publicado por: Mario Flores | 06/26/2015 en 09:35 p.m.
Me gusto mucho lo que escribiste, y tienes mucha razón Alicia merece una biografía, por su amor, por su entrega y por ser salvadoreña.
Publicado por: AMG | 06/29/2015 en 01:05 p.m.
Es genial que hayas tenido el placer de conocerlos un poquito más y gracias a tu publicación se pudo saber más de lo que hay en una wikipedia, los esposos son realmente admirables, pero si me da curiosidad saber si era verdad que tuvo otro hijo y que sería de él.
Publicado por: MISHELL ESTEFANIA MALAN SALAZAR | 01/11/2018 en 10:12 p.m.
que bonita historia al margen de todo lo mundano que puede ser, estas son las historias que valen, me gusto mucho el relato
Publicado por: wilson | 11/17/2021 en 02:37 p.m.