Ha pasado mucho tiempo desde mi último post. Un nuevo trabajo ha absorbido mi tiempo libre de forma vertiginosa, pero hoy, después de pasar unos cuantos días encerrada, corrigiendo 182 exámenes, leyendo varios trabajos finales de máster, revisando la edición de un libro y dos artículos, me entró un tremendo remordimiento por no haber escrito algo en este espacio que tan generosamente me ha brindado El Faro. Lo cierto es que en estos momentos es poco lo que realmente puedo contar, y tampoco quiero referirme al estado nefasto en que se encuentra nuestro país, ni a las terribles noticias que brotan por el mundo, aspectos preocupantes que converso a diario con mi familia, amigos y colegas; pero considero que hay personas que saben escribir sobre eso mejor que yo. Así las cosas, decidí que esta vez voy a ofrecer una especie de potpourri sobre varias experiencias cinematográficas y musicales que en los últimos meses le han dado color a mis horas fuera de la universidad y la biblioteca. No hay esnobismo en esto, se los aseguro; lo escribo porque quiero compartir con ustedes estos pequeños momentos de ocio. Es posible que ya conozcan estas películas y esta música, pero quizá, al igual que a mí, les hagan olvidar (pero como forma de resistir), por un momento, el ruido y el olor a podrido que reina allá afuera (aunque, al final, las películas y la música hablen de eso que allá fuera nos muerde a todos).
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Hace algunos meses leí una crónica de Augusto Magaña, joven salvadoreño que estudia en Barcelona y escribe para la revista catalana Som Atents. Augusto tiene 20 años y está muy ligado a la realidad de su país, al que vuelve siempre que puede. Su perspectiva, plasmada en la crónica antes mencionada, me desgarró porque significaba escuchar, sin filtros, la voz de los jóvenes, esa vulnerable franja social cercada por el clima de violencia que vive El Salvador. Sin duda, resulta sumamente difícil ser adolescente y joven en nuestro país considerando las pocas opciones con las que cuentan, el futuro oscuro al que se enfrentan, el estigma con el que cargan, las sospechas que los cercan.
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La escritora puertorriqueña Rosario Ferré murió a los 77 años el pasado 18 de febrero. La noticia me impactó ya que su literatura me ha acompañado durante varios años.
Lo interesante de Ferré no es solamente que fue una escritora posmoderna, que revirtió los mitos femeninos con ironía y lucidez, que con un estilo depurado transitó los terrenos de la imaginación, la memoria y la exploración lingüística para desmenuzar los modelos patriarcales o referirse a la identidad, tanto nacional como personal, y al deseo femenino. Interesante y controversial (debido al momento en que la enunció) es también la idea que defendió a lo largo de su vida: “no hay un estilo de escritura femenina separada y distinta de la escritura masculina”. Pero vayamos por partes para comprender mejor este enunciado sobre el que podemos estar o no de acuerdo. Lo que sí es cierto es que en su momento este vino a ser un valiente contrapunto que invitó a reflexionar más profundamente sobre la escritura hecha por mujeres.
Jorge Galán se acerca a saludarme y puedo ver, inmediatamente, que su mirada no sólo es sombría, anegada de cansancio, sino que también es la de un hombre partido. Muy diferente a la del hombre que conocí en 2010 en San Salvador, cuando lo entrevisté para una investigación sobre el campo literario salvadoreño. Entonces, aunque era la de un hombre tímido, su mirada era otra, incluso apasionada, sobre todo cuando hablaba de la literatura fantástica y de su mentor, Francisco Andrés Escobar.
Para D.A.
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La primera caminata que realicé en la parte piamontesa de los Alpes Marítimos fue en junio de 2010. Para llegar al refugio Emilio Questa, donde me alojé, tuve que hacer un largo viaje: avión de Barcelona a Milán, autobús de Milán a Turín, tren de Turín a Cuneo, autobús de Cuneo a Terme di Valdieri. Este último es un balneario termal asentado a 1.370 m.s.n.m., y desde allí emprendí el camino hacia el refugio, ubicado a 2.388 m.s.n.m. Era la primera vez que iba a los Alpes andando por lo que subir esos mil metros de altura me tomó aproximadamente cinco horas. Un pie, luego otro, inhalar, exhalar, cuesta arriba, beber agua, soportar la mochila, pero nada de eso podía opacar la sensación de riqueza interior, de serena alegría, que iba sintiendo mientras me rodeaban senderos, valles, araucarias, marmotas, ríos, piedras e impresionantes paisajes.
Cerca de 2002 (no recuerdo con exactitud), conocí a John y Alicia Nash. Estaban de visita en El Salvador (lugar de nacimiento de Alicia) y los periódicos no cesaban de entrevistarles: hacía poco el filme Una mente brillante (Una mente maravillosa en España), basada en la vida de este científico –ganador del premio Nobel de economía en 1994–, había recibido el Oscar a la mejor película. Pero yo los conocí lejos de ese torbellino mediático. En aquel entonces yo estaba casada con el sobrino de Alicia, o Lichita, como le decían sus primas. Así, tuve el privilegio de conocer, no a los personajes de una película, sino a las personas de carne y hueso, a sus grandezas y excentricidades. A lo largo de los años, mientras fui parte de la familia, los volví a ver en diversas ocasiones. Pero tres momentos guardo nítidamente en la memoria.
Liliana Bloch tiene un risa contagiosa. Es estridente, franca, desnuda. No hay medias tintas en esa risotada. Solo el sonido singular de quien sabe darle un descanso al silencio para emanar un regocijo apasionado y jugoso. Si bien su risa explota con facilidad, eso no quiere decir que sus días no sean difíciles. A diario esta salvadoreña residente en Dallas tiene que hacer malabarismos para mantener a flote su galería de arte contemporáneo.
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“Lo realmente verdadero era el cuento que estaba imaginando”
La década de los treinta son años definitivos para Borges pues es la etapa de transición entre la historia de sus antepasados y lo que vendría después: las narraciones fantásticas. Abandona la poesía, o por lo menos deja de publicar poemas, y se dedica enteramente al ensayo, a los artículos analíticos y a escribir sus primeras narraciones, que aún no se atreve a llamar cuentos. Alrededor de 1932 conoce a Adolfo Bioy Casares, quien se convierte en amigo, colaborador y compañero de conversaciones, y con quien inicia después la aventura literaria de Bustos Domecq. También conoce a Silvina Ocampo, esposa de Bioy y, además, la hermana menor de Victoria Ocampo. A ésta última, dueña de la prestigiosa revista literaria Sur (fundada en 1931 y de la cual Borges se convierte en consejero y frecuente colaborador) ya la había conocido en 1925. Es en esta década que Borges inicia una extensa labor de crítica literaria en las revistas Sur, El Hogar (en su sección “Libros y autores extranjeros”) y en el suplemento literario Crítica. También realiza traducciones de obras literarias como el Orlando de Virginia Woolf y La Metamorfosis de Kafka (que también prefacia). En 1935 publica Historia universal de la infamia, que incluye su famoso relato “Hombre de la esquina rosada” situado en un ambiente criollo de finales del siglo XIX y en donde aparecen las primeras peleas de cuchilleros y los héroes de la mitología borgeana. Le llevó seis años escribir esta narración, como el mismo Borges confiesa, y es uno de sus cuentos más populares, sobre todo en Argentina. Su autor muchas veces se burló de este escrito, reprochándole su exagerado color local y su vocabulario confuso. Sin embargo, debido a su éxito se le incluyó en las Obras Completas del escritor. Precisamente, se han realizado numerosas adaptaciones al cine y la televisión de “Hombre de la esquina rosada”.
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El retorno a Buenos Aires
En 1921, los Borges regresan a Buenos Aires. El joven escritor exporta así el ultraísmo español a su tierra natal; a partir de ese año se desarrolla la vida autónoma del ultraísmo argentino, creciente en importancia hacia 1925, y en retirada desde entonces hasta 1927. Al respecto comenta Borges: “El ultraísmo de Sevilla fue una voluntad de renuevo. El ultraísmo en Buenos Aires fue el anhelo de recabar un arte absoluto que no dependiese del prestigio infiel de las voces y que durase con la perennidad del idioma como una certidumbre de hermosura”.
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Antepasados, primeros años.
El lugar de Jorge Luis Borges (1899-1986) en la literatura del siglo XX se encuentra a la misma altura de Kafka, Joyce, Nabakov y de otros grandes escritores. No extraña, pues, la influencia borgeana en el cine, por ejemplo. Imposible pasar por alto las palabras concluyentes en su “Nueva refutación del tiempo” (Otras Inquisiciones, 1946), las cuales fueron expuestas como monólogo filosófico por Jean-Luc Godard en su película Alphaville (1965), cuando un cerebro electrónico que dirige al mundo enfatiza lo siguiente: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre”. Bertolucci filmó con el título de La estrategia de la araña una adaptación de “Tema del traidor y del héroe” (Ficciones, 1944), aunque aplicada a la Italia fascista; y también otras dos narraciones de Borges, incluidas en su libro Ficciones, fueron llevadas al cine: “El Sur”, por Carlos Saura, y “La muerte y la brújula” por Alex Cox.
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