Nombres
Hace un par de años, me emocionaba en extremo la llegada del viernes por la tarde porque daba clases de inglés a dos hermanos muy peculiares: unos gemelos de 8 años que terminaron, sin proponérselo, ayudándome más de lo que yo pude haberles ayudado a ellos.
Una de esas tardes, uno de estos enanos escribía oraciones en inglés con los verbos que intentaba recordar. Frente a él, del otro extremo de la mesa, su hermano prefería recordar dibujando, como si le fuera más fácil llegar a la memoria por esa vía o como si escribir le diera pereza.
⎯ ¡Qué fea mi letra! – dijo como para sí mismo, pero pendiente de mí, el que estaba empeñado en escribir ordenadamente.
Su letra era la hermosa letra de un niño de 8 años que pone amor a su cuaderno. Entonces hice un gesto de desaprobación, una mueca amable que le hiciera entender que estaba loco, que su letra era linda.
⎯ ¡Quisiera ser Mariam! ⎯ dijo sosteniéndose un cachete con una mano y sin levantar la vista de su caligrafía, aunque en este punto, yo podría jurar que él estaba viendo más allá del cuaderno ⎯ Ella la hace perfecta.
⎯ ¿Quién es Mariam? ⎯ pregunté.
⎯ Mariam, mi amiga, la ex novia de mi hermano.
Su hermano seguía tan firme dibujando descontroladamente que ni siquiera lo escuchó, ni siquiera reaccionó al sonido del nombre de Mariam, que a su hermano provocaba esa especie de temblor suave o cosquilla inquieta que provocan a veces los nombres.
⎯ Y no sé cómo lo hizo si es la más bonita de la clase ⎯ terminó.
Y ya no miró ni el cuaderno, ni a su hermano, ni nada. Se quedó su cuerpo en la silla, pero él se fue por un rato con la vista en la ventana y el ceño medio fruncido, como ofuscado. Se fue y yo no me atreví a traerlo de regreso.