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A Hugo le apasiona la magia. Le apasionaba, al menos, aquellos años en los que nos veíamos seguido en mi salón de clase o en algún pasillo del colegio. Le encantaba hablar sin freno sobre los trucos de magia que estaba aprendiendo o que había visto por la tele; ponía también el mismo entusiasmo en las innumerables pláticas sobre las especies de los dinosaurios o al imitar con mucho talento al no tan fácilmente imitable Chapulín Colorado. Sobre esto también tengo algunas historias, pero justo hoy, les hablaré solamente de su etapa de ilusionista.
Durante los tres años que Hugo estuvo en mi clase, lo escuché montones de veces relatar actos de apariciones y desapariciones; me sorprendió durante muchos miércoles pidiéndome que soplara su puño cerrado, yo soplaba encantada, sabiendo ya lo que iba a pasar y él hacía aparecer una flor siempre como si fuese la primera vez que lo lograba; lo vi anhelar con ilusión el juego de cartas de otro compañero que también hacía trucos y adivinaba cosas. Sí, a Hugo le apasionaba la magia con locura y con inocencia, como a ningún otro.
Cuando dejé de verlo, él tenía 10 años. Quisiera creer que sigue practicando la magia ahora que he hecho cálculos y me he sorprendido de que al menos 5 años habrán pasado desde entonces.
Este día sobre el que quiero contarles, Hugo ya no recibía más mis clases, iba a cuarto grado y no nos frecuentábamos tanto, entonces yo no sabía hasta dónde la práctica del arte lo había llevado durante ese tiempo. Esa tarde, al fin coincidimos un rato y me senté a preguntarle si seguía haciendo magia y a decirle que hacía días que extrañaba uno de sus trucos. Pero con la pregunta, Hugo bajó la cabeza. Yo pensé que había metido las patas, que a lo mejor el compañero de los trucos con cartas había logrado al fin que Hugo se avergonzara de probar actos de desaparición en público y de arriesgarse a fallar. Insistí una vez más y al levantar el rostro, desorientó la mirada.
—¡Eso fue! —pensé— Les creyó a todos los demás que decían en su cara que sus trucos eran falsos, les creyó eso de que él no hacía magia de verdad. ¡Se decepcionó por las risas! ¡Eso es!
Tuve miedo de restregarle la incomodidad por tercera vez.
Hugo miraba detenido hacia un lado, luego hacia abajo y hacia el otro lado. Al cabo de un rato de titubeos me abrazó fuerte con un abrazo larguísimo y me estrelló un beso en la mejilla.
—La quiero —me dijo con la cabeza puesta en mi hombro.
Me miró de frente y sonrió con sonrisa adelantada. Abrió los ojos como sorprendido, saltó de un espasmo, infló los cachetes y mágicamente comenzó a sacar de su boca un interminable listón azul.
Era magia pura. Yo lo sé, lo sentí desde el beso. Nunca antes alguien me había dado un beso de listón azul. Como si Hugo supiera que a mí los besos de colores se me enrollan en el estómago y se me escurren por los ojos de lo bien que me hacen.
— Y si tuvieras que ponerte un nombre de mago para presentarte, ¿te pondrías Hugo el Mago?
— No, me pondría H Magú.
— ¿De dónde aprendés los trucos?
— De viejos magos.
— ¿Viejos? ¿Qué tan viejos?
— Antiguos magos, seño — se acomodó la mochila para irse —. ¿Va venir mañana? ¡No, mejor el lunes!
— Sí.
— Le voy a traer un regalo.
— ¿Qué es?
—Es un truco. El truco es el regalo.
Y desapareció.
Obra: "Escondites", 2013. Fotografía: René Figueroa.
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Que lindo tu relato Ale, no tenés que envidiarle nada al Gabo ni a Isabel Allende.
Publicado por: Hector Nolasco | 05/24/2016 en 01:20 p.m.