Máquinas
Hay un ejercicio que me encanta hacer en mis clases de teatro: se trata de construir máquinas con los cuerpos. En grupos de 5 o 6 personas, cada uno es una pieza que hace funcionar el aparato. Unos son piezas móviles, otros, piezas fijas, grandes, pequeñas, con sonidos varios. Posibilidades hay montones. Entre todo el grupo se decide qué máquina se quiere ser y se reparten los roles que hagan que el mecanismo funcione. Al final, la máquina se pone en marcha frente al resto de la clase.
Hace cerca de seis años, cuando yo trabajaba en un colegio privado como maestra de niños, hacía este ejercicio con toda la primaria. Debo confesar que de esos años tan estimulantes, mis favoritos para casi cualquier cosa eran siempre los segundos grados. Y es que me parece que a la edad de 8 años los niños culminan un proceso que los convierte en una impresionante combinación de detectives curiosos, ingeniosos y aventureros, grandes conversadores y donantes de ternura tan dulces y mimosos como gatitos cariñosos.
En fin, el día del que quiero hablarles dividí la clase en tres grupos y les propuse el juego de armar una máquina cualquiera. Entusiasmados construyeron un tractor, una máquina de hacer sorbetes y otra que regaba agua. La segunda parte del juego, ahora que habían entrado en la dinámica, era construir una máquina que solucionara un problema. Les di ejemplos de soluciones a problemas sencillos como cortar la grama, limpiar la calle, arreglar las goteras, cualquier cosa. Incluso si se decidían por una máquina que hiciera sorbetes, esos sorbetes debían ser la solución a un a un problema y ese problema lo tenían que encontrar ellos mismos.
Les di tiempo para organizarse e hice una ronda para chequear cómo iban y poder ayudarles a afinar las invenciones para la presentación ante toda la clase.
El primer grupo que visité tenía bastante claro el problema y bastante clara la máquina. La solución que planteaban me sigue pareciendo hasta hoy, una propuesta no del todo descabellada. Era una máquina policía robot que cambiaba el cerebro de los ladrones por un cerebro de mono. El ladrón llegaba esposado y mal encarado, escoltado por un policía y era obligado a sentarse en la máquina. Una pieza lo sostenía y dos piezas hacían el cambio de cerebro — con sonido y todo — en un santiamén. Después del trasplante, el ladrón salía saltando y gritando como primate y el mismo policía de antes lo premiaba con una deliciosa banana. Alejandro, el cabecilla del grupo, interpretaba majestuosamente al maleante en sus dos fases.
Al siguiente grupo que visité, me lo encontré en medio de una comprometida discusión de problemas tan serios como el ladronismo del grupo anterior. Se mencionaban terremotos, inundaciones, incendios. En esa discusión estaban cuando Luis propuso una máquina que cortara flores.
— ¿Que corte las flores? — pregunté confundida, pensando que a este maquinista quizás no le había quedado clara la indicación.
— Sí, que las corte.
— Pero las flores no son un problema, Luis.
— Sí lo son. ¡Un día me tropecé con una flor!
El grupo entero se unió en unas risotadas y yo los dejé, pidiéndoles que por favor buscaran un problema que afectara a una población más grande.
Seguí la ronda y me topé con que el último grupo estaba haciendo una típica máquina del tiempo.
— Pero, ¿qué problemas soluciona esta máquina? — les dije, quizás con algún gesto de duda o desaprobación.
— Soluciona todos los problemas, seño.
Y me dejaron una carcajada sin argumentos.
Finalmente nos dispusimos a ver los ejercicios de todos. El público se sentaba en el piso y uno a uno iban pasando los grupos al frente. Era el turno de esta máquina del tiempo tan eficaz ante cualquier inconveniente. No recuerdo bien todas las piezas de la máquina, sin embargo, la imagen de Sofía, una flaca hermosa de colochos largos, se me viene a la cabeza cada vez que desconfío del tiempo o pienso en el hubiera o en el no se pudo de algo. Sofía era la cortadora. Apoyada sobre sus rodillas, hacía un gesto con sus manos sobre el piso como partiendo en trozos una masa invisible.
Junto a mí estaban sentados Alejandro y Rodrigo
— Y Sofía, ¿qué es? — preguntó Alejandro.
— Una cortadora — le respondí.
— ¿Y qué corta?
— El tiempo, corta los días — contestó Rodrigo sin titubear, inclinado la cabeza para susurrarle a Alejandro la tan evidente respuesta, pero sin apartar la vista del grupo que presentaba su invento.
— Ah, entonces no existen.
Alejandro meditó dos segundos su propia conclusión y saltó desde el público enérgicamente gritándole a la máquina en funcionamiento.
— ¡Sofía, no! ¡Por favor, no los cortés que el sábado es mi día favorito!