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2 posts from febrero 2016

02/21/2016

¿Casualidad?

Cuando conocí a Gracia, ella tenía 8 años. Desde la ventana del que entonces era mi salón de clases en aquel colegio en el que yo trabajaba, vi a una niña con unas enormes gafas de sol y semblante de estrella de cine arrastrar su mochila de rueditas por el patio. Iba camino a su salón en segundo grado. Iba tarde. Tardísimo. El timbre para comenzar las clases había sonado hacía ya rato, pero Gracia atravesaba esa cancha de básquetbol con una tranquilidad envidiable.  

Supe que estaba viendo una bomba. Y cuando días después la vi en mi clase, lo confirmé: una bomba creativa y ocurrente. Aunque una bomba un poco solitaria.

Una mañana durante el recreo, me estaba comiendo unas chucherías de esas que comen los niños, llenas de alegrías amarillas que manchan los dedos, cuando con el timbre, un grupito de enanos me atajó para hacerme escolta hasta mi salón de clases.

— ¿Quieren? — pregunté. Y en un parpadeo, sus manos habían hecho lo imposible por meterse en la bolsa metálica al mismo tiempo y agarrar al menos una o, con más suerte y más descaro, un puñado entero de chucherías.

Gracia, con su cara redonda, su lunar izquierdo y sus inolvidables ojos chispeantes fue la última en llegar.

— Seño, deme — pidió tímidamente, como si se arriesgara a que yo le dijera que no.

Para que no le cupiera duda de que el ofrecimiento iba para ella también, incliné la bolsa de nuevo y de inmediato ella hizo lo mismo que todos los pillos anteriores. Al terminar de chuparse los dedos, abrió los ojos en una sonrisa y soltó una de las primeras explosiones que de ella recuerdo.

— Gracias, seño, que se lo pague mi casualidad.

Sacudida, hice una pausa para preguntarme a mí misma si había escuchado bien. Y sí, eso había dicho: su casualidad.

— ¿Su casualidad?

— Sí, mi casualidad.

Me apresuré a querer saber en qué terminaría aquello.

— Ajá, explíqueme, ¿cómo es eso?

 Gracia suspiró con un suspiro de ilusión.

— ¡Ay, seño! Es que usted tendría que venir un día conmigo al recreo. Donde yo camino, él camina, donde yo veo, él aparece; si voy a la tienda, ya está él comprando; si quiero tomar agua, él también. No sé cómo se llama, yo le digo mi casualidad.

Cuando conocí a Gracia, ella tenía 8 años. Yo no.

02/01/2016

Ladrón bueno

Niño dos

El año pasado retomé un taller de teatro para niños en una comunidad de la que acá no importa mucho el nombre. La maestra anterior ya no podía encargarse de él y me lo delegó advirtiéndome de algunas cosas: de la comunidad y sus muchachos, del salón para dar la clase, del calor sólido y aplastante, de la pobreza (sólida y aplastante), de las clases canceladas por episodios de esos que llenan las páginas de los periódicos, de los niños.

Así era todo más o menos, como en la advertencia. Hacía un calor pegajoso en aquel salón y en aquellas calles estrechas, era, en efecto, una comunidad complicada, un grupo complicado, unos niños bastante inquietos. Uno de ellos, Anderson, tenía 12 años y la maestra anterior me lo describía a él y a su hermana menor como niños violentos, reacios a hacer los ejercicios y muy conflictivos con sus compañeros. Me contaba, la maestra anterior, que al parecer vivían con su abuela y su papá, que al parecer su mamá los había dejado hacía ya algunos años.

He de decir que Anderson estaba casi todo el tiempo a la defensiva, decía cosas feas a su hermana, mostraba un desdén casi generalizado con todos. Me costaba Anderson, mucho más que los otros.

Al cabo de unos sábados, después de juegos, pláticas y risas, los enanos comenzaron finalmente a integrarme a la manada. Me regalaban abrazos y conversaciones. Todos menos Anderson. Él era el único que no me aceptaba nada. Yo lo intentaba cada sábado como una necesidad, como un reto o como un duelo. Pero nada. Nada. Rechazo.

He de decir también que Anderson siempre llegaba al taller, he de decir que disfrutaba hacer las improvisaciones, he de decir que era muy bueno, muy ocurrente y muy seguro en esos juegos de pretender ser alguien más en una situación imaginaria. 

En esos días en los que las improvisaciones iban saliendo más brillantes que nunca, creyendo en vano en que eso cambiaría algo, hice lo que después decidí que sería mi último intento. Llegué al taller a la hora acostumbrada y saludé a todos de la misma manera. A todos y a Anderson.

─ Deme un abrazo, pues ─ dije mientras me acercaba con cálculo abriendo los brazos.

Anderson me rechazó de inmediato dando dos pasos hacia atrás al tiempo que decía:

─ ¡No! Le meto un cuchillo y le saco las tripas.

No recuerdo si le reclamé o le hice algún comentario. Lo que sí recuerdo es que lo vi fijo a los ojos como pidiéndole algo que ya no era el abrazo y él bajó la vista y se fue.

De aquellas improvisaciones divertidas armamos una pequeña obra de teatro sobre un mundo al revés en el que los ladrones regalaban cosas a la gente y otros disparates similares. A Anderson le tocaba interpretar al ladrón generoso que asustaba a las señoras del vecindario y les obligaba a tomar unos bolsos muy lindos que llevaba con cariño para ellas.

Para el día en el que presentaríamos la obra en un gran festival nacional de niños y jóvenes,  le corté un chirajo de tela negra y le hice una máscara de ladrón como las que usan en las caricaturas. Se puso un sobretodo negro y un sombrero que encontró en una caja de vestuario. Y sonrió. 

Pero no presentamos la obra al final. No pudieron llegar todos los enanos porque no cabían en el transporte (y no había otro). Entonces, a los que sí llegaron, para que no se quedaran sin hacer nada, los metieron así con sus vestuarios en la presentación del grupo de comparsa y desfilaron, saltaron y bailaron al son de una batucada. Alguien les dio confeti para tirar a la gente mientras saltaban, pero la mayoría era muy tímida y decidió quedarse al margen. Menos Anderson, que parecía resorte. Había confeti suficiente para llenar a todo el público tres veces. A alguien se le ocurrió que era muy importante tirar todo ese confeti, que había que sorprender al público tirándole confeti y que había que hacerlo con empeño. Pero se necesitaban manos y actitud y los demás eran muy tímidos. Sólo Anderson, vestido de ladrón bueno se lo tomó en serio. Y lo notó todo el mundo, sus compañeros lo notaron, los encargados lo notaron. Anderson estaba haciendo algo importante y lo estaba haciendo muy bien.

Fuimos a tomar un descanso y Anderson se apoyó contra un poste, jugando consigo mismo, con su máscara de trapo, su sobretodo, su sombrero y la memoria del confeti entre sus manos. Le tomé una foto sin que se diera cuenta y se la mostré. Quería abrazarlo, decirle que lo había hecho todo muy bien, preguntarle si se había divertido, reírme con él, pero sólo se me ocurrió mostrarle la foto para que se reconociera.

─ Mire que misterioso se ve ─ dije como pidiendo permiso.

─ Seño, ¿por qué tomo esa foto? Bórrela, seño, bórrela─ insistió con una sonrisa nerviosa, como de vergüenza. Y borré la foto frente a sus ojos. Y sonreí.

Todavía no sé si fue la capa, la máscara, tanto confeti o la foto; no sé si fue la corrida, el paseo o los halagos, no sé; pero el sábado siguiente, a la hora acostumbrada en punto, Anderson estaba en el portón que da a la calle, yo llegué y él salió directo a recibirme.

A recibirme, sí. Con un abrazo.

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Alejandra Nolasco
“En realidad es la ternura la que me interesa.
Ése es el don que me conmueve,
que me sostiene, esta mañana,
igual que todas las mañanas.”
Raymond Carver

Aprendí el oficio del teatro y desde ahí defiendo la vida. Soy salvadoreña, tengo 33 años y encuentro una inmensa diversión jugando a que canto y cocino. Hace unos años comencé a dar clases de teatro a niños y escuchándolos descubrí que yo de esa vida que desde mi trinchera defendía quizás no sabía mucho. Y comencé a buscar.

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