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El poeta Vladimir Amaya apenas duerme. No he tenido que preguntárselo: me lo ha dicho él mismo, con aire distraído, mientras sorbe su café. Sus planes literarios le obsesionan. El año 2017 recorrerá todo el país hablando de poesía a todo aquel que quiera escucharlo.
La labor de Amaya al frente de Zeugma, su proyecto editorial, lo revela no solo como uno de los poetas más interesantes de nuestro momento, sino también como el autor que más está trabajando para conectar la poesía del siglo XXI con su tradición literaria.
Tiene solo 31 años y ha publicado doce títulos, entre poemarios y antologías. El proyecto más ambicioso de este talentoso autor es, sin duda, “Torre de Babel” (2016): el corpus de poesía salvadoreña más completo de todos los tiempos, formado por 17 volúmenes, organizados por agrupamientos temporales novedosos, y donde es posible seguir el ritmo de la sensibilidad salvadoreña expresada en su lírica.
Su labor como editor comenzó en 2010 con el libro "Una madrugada del siglo XXI: poesía joven salvadoreña", una muestra de “la primera generación de poetas del nuevo siglo” en la cual destaca un importante grupo de voces femeninas.
Con su "Segundo índice antológico de la poesía salvadoreña" (2011), Amaya le dio continuidad al “Índice” de David Escobar Galindo, publicado a comienzos de la guerra civil, aportando una muestra del trabajo de 70 nuevos autores. Un año más tarde, publicó “Perdidos y delirantes 36-34 poetas salvadoreños olvidados”, un fascinante trabajo de arqueología literaria.
Su libro más reciente, titulado “Quizás tu nombre falte” (2016), aspira a delinear “los mapas subjetivos de la poesía salvadoreña”. Amaya considera a esta su primera antología, “en todo el sentido esencial y primitivo del término”, pues la selección de autores y poemas responde a su gusto personal.
Escribe: “Me he dejado guiar por el propio mapa de mi complacencia, atendiendo a ciertas necesidades muy básicas que como lector de poesía siempre me he impuesto, y de paso impongo a quienes leo”. “Son, sobre todo, 'mis poetas', aquellos por los cuales no me empacho decir que si tuviera que pasar 'una temporada en el infierno', seguro llevaría su trabajo literario en mi mochila”, concluye.
El conjunto de investigaciones que ha publicado en los últimos seis años, Vladimir Amaya consigue transmitir su desbordante aprecio por la herencia literaria de la que se sabe continuador. En estos negros tiempos, donde se pretende que la palabra asuma una suerte de “nuevo compromiso” que ayude a que el hedor se haga más espeso; en estos días aterradores donde la poesía es vista como superflua, en la medida que no responde al programa cultural de la confrontación, Vladimir Amaya nos invita a aspirar un aire refrescante.
La pelea de Vladimir, la que le quita el sueño, es contra el olvido. Su labor editorial consiste en atesorar, poner en valor y transmitir la herencia recibida, por la vía de la poesía, para ayudar a configurar nuevos recuerdos y expresar nuevas memorias. En su prólogo a “Perdidos y delirantes” advierte: “no sería descabellado decir que en El Salvador todos sus poetas son, o en algún momento serán, irremediablemente, parte del olvido (…) Tal parece que para todos hay un lugar en el olvido”.
Creo que no me equivoco si digo que Vladimir tiene muy arraigada una convicción: que la poesía es un bien necesario… O si se prefiere, un “mal necesario”, que produce beneficios intangibles a la fortaleza que se requiere para sobrenadar entre tanta violencia y estupidez.
Lo dice con punzante sarcasmo una poeta de nuestros días, Lya Ayala, cuando escribe:
“esencialmente
los poetas no tienen patria no tienen batalla
esencialmente no sirven para nada
no construyen ni arman ni edifican no curan”
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