Marihuana con limón y sal

1.

El taxista que me lleva del aeropuerto al centro de la ciudad trae puesta la radio. “No se habla de otra cosa”, me dice. Es 4 de noviembre. La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia aprobó el cultivo y consumo de marihuana a cuatro mexicanos. “Los pachecos están de fiesta”, me dijo el taxista, guiñándome un ojo por el espejo retrovisor. 

Para México, la resolución parece ser el principio del fin de medio siglo de prohibicionismo alentado por las leyes de Estados Unidos. Aunque no lo crean, por un tiempo la mota fue legal en Estados Unidos. Pero sobrevino una nueva era, y en 1937 un tal Harry J. Anslinger persuadió a los congresistas de prohibirla, argumentando que por causa del cannabis las mujeres blancas se acostaban con negros y los comunistas conseguían que los americanos perdieran el deseo de luchar.

Aquella prohibición está en la raíz del nacimiento del primer grupo organizado de narcotraficantes mexicanos, el cartel de Jalisco. La “guerra contra el narco” en México, iniciada en 2007, ha producido más de 160 mil muertos. Hay más de 160 mil razones para celebrar la decisión de la Suprema Corte.

-- Aquí le decimos mota, yesca, mois, perejil...-- me ilustra el taxista.

Es probable que el primer registro cinematográfico del gusto mexicano por la mota se encuentra en la película “Soy charro de levita”, de Tin Tan, que la pasaban en el canal 4 de El Salvador. Allí escuché por primera vez la palabra “grifa”. Por un tiempo pensé que era una planta mexicana, como el nopal.

-- Nosotros le decimos grifa.

-- Grifa, claro, aquí también le llamamos así...

Pero la marihuana, la sustancia ilícita más utilizada en el mundo, según la UNODC, no es mexicana. La cultivaban y, desde luego, la fumaban en el Asia central tres mil años antes de nuestra era. Algunos expertos aseguran que el respetadísimo William Shakespeare la fumaba en pipa, y que la “noted weed” (notable yerba) mencionada en su Soneto 76, no es otra cosa que mota.

2.

En el aeropuerto de la Ciudad de México, tan grande como Santa Tecla, mi ciudad, ella caminaba unos pasos delante de mí, con el teléfono pegado a la oreja, sin parar de hablar.  Volvió la vista, como si buscara a alguien, y la reconocí. Era Julieta Venegas. Aceleré el paso y me coloqué a su lado. La miré y por un momento dudé. Pocas personas saben que Julieta tiene una hermana gemela, Yvonne. ¿Que cómo lo sé yo? Es muy simple.

La cantante, acordeonista y activista tijuanense, nacida en Long Beach, California, Embajadora de Buena Voluntad por la UNICEF en México, y número 1 en la lista de álbumes de Pop Latino del Billboard este año, es una de las cantantes favoritas de mi hija menor. “Limón y sal” es una de las canciones que hemos cantado a coro infinidad de veces recorriendo la ciudad.

Era ella. En la otra mano traía su pasaporte. En el pase de abordaje, que sobresalía, leí con toda claridad su nombre. Al llegar a una bifurcación se detuvo. Yo me adelanté unos pasos y sin dejar de mirarla saqué el teléfono de mi bolsillo para hacerle una foto. Al ver mi intención, sin dejar de hablar por el móvil, me pidió con un movimiento de cabeza que no lo hiciera, mientras movía un dedo alrededor de su rostro. Es verdad, como si acabara de salir de la ducha, no traía encima ni una gota de maquillaje.

Yo quería decirle que una foto suya sería un extraordinario regalo para mi hija, que había cumplido años apenas un día antes. “¿Sabés a quién me encontré en el aeropuerto?”, le escribiría, mientras la foto de nuestra artista se transmitía por Skype. Julieta adivinó que yo no cejaría en el intento, y dio media vuelta. Enfundé mi teléfono y seguí mi camino por ese aeropuerto tan grande como mi ciudad.