Dos hombres en una misma habitación

Los migrantes centroamericanos han entrado con las piernas destrozadas a la literatura en español. Numerosos libros relatan los dramas en el lomo de vagones de tren y odiseas entre los tenebrosos lugares comunes de su paso por México. Los pinches güeyes centroamericanos aparecen en “2666” (2004) de Roberto Bolaño, como los personajes que se llevan la peor parte en la batalla entre bandidos en la frontera norte de México.

En las series de televisión y películas de Estados Unidos también hay numerosos rastros de los migrantes, quienes por lo general son caricaturizados como tipos violentos, asociados a pandillas o a la venta de drogas, o en roles de empleadas domésticas (las mujeres). Sé de buena fuente que en la serie “Bones” (2005), que no he visto, aparece un salvadoreño con tatuajes de “marero”. Me consta que en “Día de entrenamiento” (2001), que sí conozco, Eva Mendes es una salvadoreña que prepara platillos típicos para los amigotes de un policía de color (Denzel Washington).

“Las murallas” se separa de las tendencias descritas. La historia se centra en la degradación que sufren dos personas, en este caso dos migrantes, forzadas por las circunstancias a vivir en el mismo cuarto, en Nueva York. Aquella pieza estrecha y maloliente se convierte en una puerta giratoria que los transporta a la vida que dejaron en Guatemala y los empuja de regreso Nueva York, lejos de la violencia y las persecuciones de su país de origen.

Las paredes de la habitación están casi desnudas. Sobre el piso descansan un televisor, una cama y un colchón. No hay paisaje a la vista. La ventana del cuarto se abre frente al respaldo de un edificio descolorido. En ese mundo, que podría trazarse sobre un escenario con una barra de tiza, se enfrentan a diario esos dos hombres. Uno de ellos se llama Ramiro, el otro es el narrador (sin nombre).

Ramiro es incapaz de hacerle frente a la nueva religión, la de ganar dólares y quebrarse la espalda, y desde su llegada a la gran ciudad se dedica a gastar las suelas de sus zapatos, sin intenciones de tomar trabajo alguno. Como Bartleby, el personaje de Herman Melville, parece dispuesto a llegar hasta la muerte por inanición con tal de no hacer lo que no quiere.

Ambos se conocían desde pequeños. Crecieron entre procesiones y santos de mirada agónica, en los vecindarios de ese esplendor en ruinas llamado La Antigua. Juntos decidieron largarse a Estados Unidos desafiando a quienes trataron de desalentarlos diciéndoles: “Fuera de nuestra ciudad nos volvemos mierda”.  

A lo largo del relato, los dos hombres se alternan en los papeles de víctima y verdugo. En realidad, no hay un “ganador” en esa historia de riñas, codependencia y chantajes, que saca a la luz lo impenetrables, ácidos y despiadados en que podemos convertirnos. Y también muestra la vulnerabilidad que experimentamos frente a la culpa, la soledad y el desamor.

La novela está construida a base de oposiciones. No sólo la que existe entre víctima y verdugo, que he mencionado, sino también entre la vida idílica de la pequeña ciudad de donde provienen y la infelicidad que domina el mundo de la gran ciudad. Sin embargo, los personajes enfrentan la disyuntiva de volver como perdedores a un país asolado por la violencia y el riesgo, o permanecer en esa deslumbrante Nueva York que les trata con frialdad y desdén.

El paso del autor por el teatro se nota en esta amena novela que tiene caracteres bien definidos y escenas organizadas como para llevarse a escena. En 1997 Méndez Vides ganó con esta obra el Premio Centroamericano “Mario Monteforte Toledo". Alfaguara hizo la primera edición en 1998. Una nueva edición circula desde finales del año pasado.