El signo letrina
Dentro del cansón, estúpido y soberanamente perverso cuento sin fin de las malditas asesinas que matan a sus pobres bebecitos recién nacidos, malas madres, yeguas desalmadas, es fácil identificar un patrón. Quizá dos. A veces, tres: sospechosamente, todas son pobres. La mayoría no tiene o no sabe cómo tener acceso a servicios de salud obstétrica. Además, y acá está el meollo del asunto, todas parecen tener una fascinación obsesiva con desmayarse en el baño.
Guadalupe, una empleada doméstica con sueldo de $80 al mes (eso es virtualmente esclavitud, digamos las cosas como son), dio a luz en casa de sus patrones a un producto con anomalías congénitas. Nació muerto. Trabajó todo el día porque temía perder el empleo. No dejaba de sangrar. Tras desmayarse en el baño, su patrona la lleva al Hospital de San Bartolo. Pasó siete años presa hasta que fue indultada por irregularidades en su proceso judicial. Guadalupe cursó hasta tercer grado. Tenía 18 años. Su embarazo fue producto de una violación sexual.
El sistema judicial no tiene medidas de justicia restaurativa para casos de este tipo.
María Teresa, empleada del sector maquila, ya con un hijo de 7 años, logró con trabajos llegar a la letrina de su casa. Se desangró, le nació un feto que se asfixió dentro de ella. Ella misma fue abandonada por su madre y creció en orfanatos; no le venga con eso de "si no quiere hijos, regálelos". Ella sabe qué es eso. Alguien llamó a la ambulancia y logró sacarla de la letrina. El resto del cuento es el mismo contado ahora 17, 18, 19 veces: despertar en el hospital con esposas en las manos. El cargo de homicidio. El olor a mierda impregnado en el pelo.
María Teresa pasó cuatro años en cárcel. En 2016, un juez anuló su sentencia. La FGR apeló la decisión. María Teresa tuvo tanto miedo de volver a alejarse de su hijo que pidió asilo humanitario en Suecia. Se lo concedieron.
Hace menos de un año, una menor de edad sale corriendo al baño antes de empezar clases en el instituto. Último año de bachillerato. Tiene una relación con un pastor evangélico mayor que ella, una infección en la sangre, un feto en las entrañas. ¿Ha entrado alguna vez a los baños de un instituto nacional? Hay un olor penetrante a orina o a cloro; a veces, a ambas. Se siente en los ojos casi como una nube de gas mostaza. En ese aromático entorno ella pare a un feto muerto, inviable. La fiebre se alza atropellada, la sangre le brota, ella se desmaya. Teledós se entera. Lo transmite en vivo. Medio El Salvador sopla su sopita de frijoles con epazote mientras sigue el minuto a minuto y espera a que saquen a esa bicha zorra, asesina, puta, del baño del instituto. Durante los comerciales, quizá el comedor comentó cómo estas monas ahora no pueden cerrar las piernas. Seguro es culpa del reggaetón.
Se abre la toma. Es el Damián Villacorta, en Tecla.
Ahí estudió mi tata.
Yo conozco ese baño.
Apesta a meados.
Deme un pedazo de queso fresco, maitra.
Nadie parece notar que una y otra y otra vez la narrativa de las mujeres acusadas de homicidio --no de aborto, ni lo quiera Dios-- en contra de sus fetos tiene como escenario brutalista y vulgar el baño público. No es uno con pastillitas olor lavanda tropical, toallas suavecitas gracias al poder del Suavitel Adiós al Planchado ni duchas con control de temperatura, no. Son fosas sépticas. Estas mujeres-monstruo, inmorales, capaces de matar a sus propios hijos, suelen tener como escenario el piso de tierra, la pared de bahareque, las lombrices reptando al fondo de la fosa.
Las asesinas descaradas avientan a sus fetos inocentes sobre la mierda porque ellas mismas son una mierda. Se desangran sobre el piso, bajo la lámina ardiente, porque así Dios las castiga. Hay algo en común en todos estos relatos, sí. Aquella lejana vocación de la tragedia de la Antigua Grecia: lo que ahí se muestra, en la transmisión en vivo de Teledós, en la cobertura de la ultracatólica prensa impresa y de la esquina más amarillista de la prensa digital, es una historia que busca impartir moral. Castigos por hibris. Fábulas. Es la letrina el escenario, el signo principal de la inmoralidad sexual de las mujeres pobres.
Las de clase media, con acceso a seguro social o privado, con alguna noción de cómo les funciona el cuerpo, no paren nunca fetos muertos en el baño. Les ponen franelitas rosas que huelen a cloro, las acuestan en una camilla y un obstetra que nunca no las trata como idiotas les dice en el tono más parsimonioso posible que lo siente mucho, pero como ya les había avisado en el control de los seis meses, su niñito vino mal. Recemos por su alma. Llame a su marido.
Las de clase alta, por supuesto, ni se lo piensan. Toma cuatro horas manejar a Guatemala. Cuesta mil quetzales la consulta en la Zona 12. A la salida, pasan a cenar a Cayalá, se toman selfies con los falsos edificios europeoides y al día siguiente están listas y frescas para irse de nuevo a misionar con el Opus Dei.
Evelyn también fue violada. Tiene 19 años. Esta es la parte donde digo que la violó un pandillero en la zona rural de Cuscatlán. Tenía un embarazo de seis meses y lo perdió. Esas cosas pasan. Evelyn no dejaba de sangrar en la letrina de su casa. Su mamá logró llevarla al hospital de Cojutepeque en abril de 2016.
Una jueza, seguramente obsesionada con no saber leer, descartó el testimonio de ambas, quién sabe por qué. Ha condenado a Evelyn a 30 años de cárcel por ser pobre, por haber sido violada por una estructura criminal formada por muchachos pobres que creen que se repondrán de la sistemática negación de su dignidad controlando, imponiendo, dominando el territorio y todo lo que se muera sobre él.
La jueza, les juro, nunca ha meado en una letrina.