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Nadie lo recuerda a estas alturas, pero alguna vez fuimos un país con esperanza. No fue hace mucho, en realidad. No han pasado ni diez años.
Las elecciones presidenciales de 2009 implicaban muchas cosas. Una de la que se habló poco, poquísimo, fue que esos eran los primeros comicios en los que un buen sector de los nacidos hacia el final de la guerra estaba habilitado para votar. Miles de niños con padres excombatientes, exmilitantes, desaparecidos, torturados o perseguidos políticos de uno u otro bando del conflicto, que vivieron y crecieron con las consecuencias de un enorme trauma social no reconocido por nadie llegaban a las urnas. Podían hacer algo. Podíamos hacer algo.
Yo tenía 17 años cuando Antonio Saca resultó electo, en 2004. Nada pude hacer al respecto. Solo pude enojarme cuando el FMLN, opción electoral única para los hijos de los excombatientes, los exmilitantes, todos esos exes que trataron de modificar la estructura desigual de este país y que al final del conflicto se volcaron a las ONG, a la academia, a los sindicatos para hacer su parte "desde cualquier trinchera", decidió postular a Schafik Handal como candidato presidencial. Un líder histórico (de una pequeñísima fracción), sí, pero una figura política alcalina, sin capacidad de convocatoria. Me enojé. Nos enojamos. No podíamos votar, solo esperar. Esperar a construir. Esperar "a ver si ahora sí".
En noviembre de 2007 empezó, creímos, la oportunidad de construir. Noto ahora que digo "nosotros" con vehemencia, como si hubiésemos sido muchos, como si no fuese la mía una generación que creció en el silencio, en el temor. Esa misma generación de gente que nunca se interesó en las elecciones estaba de repente yendo a conversatorios, hablando con su entorno, buscando sus datos en la base del TSE. Hablando de política. "Es hoy o no es. Hay que votar". Tratando. Sumando.
Nadie recuerda tampoco que a finales de 2008 e inicios de 2009 fuimos un país más paranoico: te asaltaban y solo te quitaban el DUI. La oposición juraba que Estados Unidos iba a boicotear las remesas. Aparecían descabezados en el centro de San Salvador, cuando aquello todavía era considerado noticioso. Una mitad del país tenía miedo. La otra, esperanza.
El día de la elección, mi mamá me rogó para que no usara ningún distintivo partidario en la calle, pero Mejicanos, bastión rojo en aquel entonces, hervía de gente contenta y vigilante. San Salvador estaba en calma a pesar de que las radios comunitarias anunciaban en la madrugada que había movimientos sospechosos en algunos centros de votación. A las 7 de la noche, mi mamá planchaba frente al televisor mientras yo escuchaba radio y seguía Twitter. De repente, un grito. El FMLN ganaba San Miguel por obra y gracia del voto de castigo para un debilitado Will Salgado. "Ya estuvo", dijo mi mamá, y se sentó a sollozar en el sofá.
Nadie recuerda ahora que la noche del 15 de marzo de 2009 bailamos en el Redondel Masferrer mientras otra mitad del país rezaba el Rosario, aterrada por el futuro. Nadie recuerda la cantidad de catedráticos que desaparecieron porque se sumaron al gobierno, tratando de "hacer algo". Creíamos. Creí. Seguí creyendo cuando Funes decidió incorporar al Ejército a las labores de seguridad pública. Era una crisis, justificaba yo, y mientras la proporción fuese la prometida ─un militar por cada cinco policías─ no creo que haya problema alguno. Me llamaron hipócrita. Me indigné. La FAES no es la misma de hace 20 años. No puede ser la misma. Esperaba que no fuera la misma.
Los catedráticos volvieron a la universidad en cuestión de un año, año y medio. Algo no funcionaba. Algunos cargos eran reasignados a gente desconocida, ahora sabemos que venían propuestos por GANA. "Hay que negociar. Necesitamos negociar. Así se gobierna". Luego vino el decreto 743, la fractura total con todo. Lorena Peña diciendo en Twitter que apoyar el orden constitucional era cuestión de neoliberales. La revelación del descaro. Del presidente, del partido.
El discurso prepotente de Funes, que no era nada nuevo ni sorprendía a nadie, se volcó entonces contra la misma generación que no participaba en política, que no hablaba de política, que salió a votar por él porque "no es exguerrillero", porque "no mató a nadie". Era el mismo tono pedante, revanchista e innecesariamente combativo de Tony Saca, de Francisco Flores, de Calderón Sol...
El desencanto fue permeando cada vez más hondo, cada vez más fuerte cuando se revelaron las investigaciones sobre El Chaparral y La Geo, cuando se decidió mentirle a la población de la forma más absurda y cínica respecto de la tregua. Ni Funes ni el FMLN escucharon; era todo un artilugio de ARENA. Jamás el descontento fue visto como legítimo. Toda crítica, toda oposición era golpista. Gente que vivió en carne propia no uno, sino varios golpes de estado, que sabe lo sangrientos que son, que perdió compañeros, parientes, parejas en un contexto de grave represión política, ahora considera golpista la menor oposición de parte de un civil.
Ahora, el otrora representante de la esperanza, de la transición democrática y pacífica está exiliado en Nicaragua. Es, según él, un perseguido político porque se lo acusa de corrupción. ¿Quién lo perseguirá? ¿Es el mismo FMLN? ¿Es una fuerza beligerante (grupo armado con control de territorio y en miras a la toma del poder político)? ¿Por qué el expresidente decide que no confía en la administración de justicia de un gobierno que le es afín y huye? ¿Qué dice eso de él, del FMLN?
Hay mucho de simbólico en la elección de términos de la izquierda partidaria: golpe de Estado y persecución política. Ninguno es vigente ahora. Sin embargo, tienen ambos términos una pesadísima carga histórica que desata reacciones de rechazo hondo en sociedades posbélicas como la nuestra. El perseguido político es usualmente un opositor al régimen o a la fuerza beligerante dominante. Se le busca erradicar porque es una amenaza. ¿A quién le resulta amenazante Mauricio Funes a estas alturas? El perseguido político usualmente encarna los ideales de apertura democrática. ¿Qué ideales encarna ahora Mauricio Funes? Este es un país sin perseguidos políticos oficiales desde 1992, pero que ha permitido la intimidación y vulneración de la integridad de líderes sindicales y medioambientalistas. ¿Es perseguido Mauricio Funes como lo fueron los vinculados con los esfuerzos antiminería de Radio Victoria, en Cabañas?
La gente de la generación silenciosa, los votantes movidos hace años por una pequeña oportunidad de cambio no han vuelto a las urnas y probablemente no lo harán. Nada ha cambiado ni nada cambiará. Ha quedado en evidencia, piensan, que todos son corruptos, que todos se protegen con mayor o menor cinismo. Ahora votan los de siempre, los que a pesar de 7 años de cinismo, de corrupción, de completo desdén por la justicia (Katya Miranda, El Chaparral, la derogación de la Ley de Amnistía y sus "motivaciones golpistas") y un país en quiebra siguen defendiendo a Funes, al FMLN.
Nadie lo recuerda a estas alturas, pero alguna vez fuimos un país con esperanza. No fue hace mucho, en realidad. No han pasado ni diez años. Por increíble que parezca, ahora estamos muchísimo más lejos de alcanzarla.
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