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08/25/2015

Por puta, por putas, todas

Hace algunos meses escribí un post en el cual abogaba por la necesidad de prestar mayor atención a la forma en que se manejan mediáticamente los casos de violencia de género. Hablaba en él de Berta Bejarano y Yamileth Ticas, jóvenes salvadoreñas asesinadas en público por sus exparejas. Describí la particularidad de los ciclos de violencia vividos por mujeres y sus diferencias respecto de las otras múltiples, avasalladoras, pero mucho más visibles formas de violentar que vive El Salvador.

En el editorial publicado por El Faro en alusión a los desafortunados comentarios que sobre dicho post (bueno, sobre mí) hicieran algunos periodistas se mencionó algo puntual: “El asesinato de mujeres, generalmente pobres o de clase media, es solo la punta del iceberg, el eslabón final, de una cadena de formas de violencia y violación de derechos que se manifiesta en todos los estratos sociales y que por ignorancia o cobardía, por vergonzosa costumbre tal vez, solemos considerar propias del ámbito privado o asumimos como un rasgo cultural, y que apenas denunciamos y perseguimos”.

Por la naturaleza de lo discutido en aquel entonces —el manejo mediático de los femicidios— ni mi post ni el editorial lograron ahondar en algo crucial: la corresponsabilidad de la sociedad, la complicidad nuestra en la vivencia de las diversas formas de violencia inherentes (sí, inherentes) a ser mujer en un país como este. La disposición inmediata de la sociedad a excusar socialmente al perpetrador y atacar a la víctima es característica de este tipo de violencia y se vuelve más evidente cuando el abuso en cuestión tiene un componente sexual.

El Salvador tiene una relación bastante extraña con el abordaje de la sexualidad. A pesar de considerarla como parte del ámbito privado, las expresiones de deseo y las prácticas sexuales de mujeres y personas de la diversidad sexual son sujetas a debate público (vea los comentarios), al grado de reducir el valor de una persona únicamente a una misógina noción social de la “moral sexual”*. Este no es el caso de las prácticas sexuales de los hombres heterosexuales. Apenas en 2014 se hizo público un listado de conductores televisivos y radiales, funcionarios públicos y figuras políticas involucradas con una red de explotación sexual de menores de edad.  El pastor evangélico Carlos Rivas fue capturado tras golpear y presuntamente violar a una mujer, su pareja extramarital.  La víctima fue acosada sin cesar por feligreses de su misma congregación religiosa hasta que abandonó el caso y este fue desestimado. Excepto Rivas, quien formaba parte del Consejo Nacional de Seguridad Pública, ninguno de estos hombres fue removido de su cargo ni su imagen pública —crucial para el tipo de trabajo que desempeñan— se vio dañada sensiblemente.

En nuestra sociedad, el valor de una está puesto en su deseabilidad sexual, en su “cogibilidad”, en su valor de cosa-a-poseer-sexualmente. Las mujeres son objetos a ser poseídos, exhibidos, explotados. La sociedad salvadoreña es cómplice de ello y lo celebra a vítores; vea nomás cuán común es la presencia de edecanes  (en tacones, en ropa escotada) en eventos comerciales de cosas tan variopintas como repuestos automotrices, seguros de vida, queso crema y veneno para hormigas. Para nuestra sociedad, todo bien con la expresión sexual de las mujeres, excepto cuando la controlan ellas.

Manifestación de esto último es el descrédito social del cual son objeto las mujeres que se expresan de algún modo como seres sexuales. La semana anterior se difundió por mensajería telefónica un conjunto de imágenes en los que se veía a una joven mayor de edad posando desnuda y sosteniendo relaciones sexuales con un hombre, su pareja, cuyo rostro no es visible. En cuestión de horas eran ya de dominio público no solo las imágenes del cuerpo de la muchacha, sino también sus datos personales.

La discusión que siguió fue vergonzosa. Cientos y cientos de personas, cobijadas por el anonimato que permiten las redes sociales, se dedicaron a republicar las imágenes de la muchacha y a burlarse de ella por haberse dejado grabar en esa situación, por su forma de obtener placer. Otras voces la llamaban inmoral, evidencia de la debacle nacional. Otras más se ufanaban de haberse masturbado con sus fotos, su video, no sin antes aclarar que si no quería que esto pasara, para qué andaba tomándose fotos de ese tipo. La avalancha de personas que se precipitaron a su descrédito es asqueante e increíble.

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Finísimas personas

Hubo algo que los compatriotas, hombres con quien una comparte nacionalidad y espacio público, pasaron por alto en su linchamiento público a la joven: esas imágenes fueron capturadas y compartidas originalmente en un ámbito de confianza, para y con alguien que la hacía sentir segura: su pareja. Más grave aún es la sospecha de que quien hizo público el material fue él mismo, presuntamente motivado por una ruptura. ¿Por qué en lugar de destrozar públicamente la vida de una muchacha no se repara en que publicar esas imágenes sin su consentimiento y con el fin de socavar su imagen pública es delito? A la usanza decimonónica, tan habitual en El Salvador, buena parte de los comentarios sobre el presunto hechor versan sobre el tamaño de su pene.

¿Qué hay detrás de la decisión de divulgar dolosamente imágenes en las que una persona comparte con otra su cuerpo? No voy a detenerme a aclarar lo obvio: la joven es dueña de su cuerpo y es libre de tomarse el tipo de fotos y videos que le dé la gana. El centro de la discusión en un delito de este tipo no debería ser la víctima, sino el victimario y la sociedad que lo cobija, nuestra sociedad. Nosotros. ¿Por qué la sociedad salvadoreña tolera que un hombre impunemente revele imágenes sexuales de su expareja? ¿Por qué la sociedad salvadoreña crea de facto un ambiente en el que un hombre se siente en posesión de una mujer tras tener sexo con ella?

Lo cierto es que como sociedad damos cobijo y somos espacio de socialización de hombres que expresan su condición de tales mediante el dominio territorial. Las piernas desmedidamente abiertas en los asientos del transporte público; los roces sexuales en el ídem “porque todos vamos topados”; y la violencia sexual, desde el maltrato verbal hasta el daño moral y el femicidio, son manifestaciones de este dominio espacial: mi asiento, mi espacio, mi mujer. Como sociedad, nosotros somos (activa o pasivamente) testigos, hechores y cómplices de modelos de crianza, de socialización y de educación emocional en los cuales las mujeres son, de nuevo, cosas a poseer. Sí, todos nosotros.

La mayoría de salvadoreños se considera un grupo de ciudadanos cabales que nada tienen que ver con las decisiones de este abusador y negarán vehementemente ser cómplices de su delito. Se indignarán porque oso nombrarles, nombrarnos, cómplices, a pesar de que cuando recibieron el mensaje diciendo “hey maje, mirá qué rica esta bicha” no dudaron en descargar las imágenes, en ver el video, en masturbarse con él. Imágenes que fueron tomadas para procurar el placer de quienes en ellas participan y de nadie más. Se indignarán conmigo, sí, porque no es culpa suya que esta bicha ande enseñando todo, quién la manda a no tener cuidado (¿al tener sexo con su pareja, en un ámbito de privacidad y confianza? A huevo. Mentite).

La sociedad salvadoreña, nosotros, somos también cómplices de estos ejercicios violentos a otro nivel más allá del social: el institucional. Si presionásemos por tener un sistema judicial más sensible, la denuncia de las diversas manifestaciones de violencia de género no sería un espacio de revictimización para quien interpone una demanda. Si exigiésemos sensibilización en asuntos de género para la PNC, la FGR y demás actores del sector seguridad y justicia, seguramente sería menos traumático para una víctima el repasar los eventos en los que se vio envuelta; vamos, tendría el valor de denunciarlo[1]. Sobre todo, si como sociedad aceptásemos por fin que las mujeres son seres plenos, sexuales y pensantes, dejaríamos de verle lo “divertido” a que la vida privada de una mujer sea de dominio público y lo llamaríamos por lo que es: un delito.

 

 

PD: Gracias a Marcel por la paciencia de santo y las observaciones :)

* Término usado siempre entre comillas y bastante a la ligera dado lo absurdo que es.

[1] Uno de los mayores problemas al judicializar los femicidios es la imposibilidad de comprobar que estos son expresión última de un ciclo de violencia. Esto se debe al riesgo que representa para la víctima entablar una denuncia por acoso o violencia intrafamiliar, las consecuencias económicas y la sanción social que ello conlleva y la precariedad de las medidas de protección a víctimas que procura actualmente la FGR en coordinación con la PNC.

 

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Virginia Lemus

Estudiante de Filosofía en la UCA y observadora sarcástica, incluso cuando se describe a sí misma: "Solía jugar a ser una persona seria que estudiaba Derecho y publicaba textos amorfos en un par de revistas. Cuando de tanto ver los noticieros estaba a punto de matarme, dejé de escribir, me cambié de carrera y ahora rehuyo del país que tanto detesto y me detesta haciendo como que estudio a señores barbuditos con el mote de filósofos.

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