Desde hace un par de años, cuando por fin llegó el siglo XIX a El Salvador, ocurre una cosa muy curiosa con fechas como el 8 de marzo y el 25 de noviembre: los medios de comunicación sienten la ardiente necesidad de decir algo, lo que sea, sobre cosas que no tienen idea de cómo abordar. Antes, todo era más fácil: el único día en que se hablaba sobre mujeres en notas de más de doscientas palabras era el 10 de mayo y el asunto se solucionaba en gran parte con publicidad: ponías a un pasante a recopilar las mejores ofertas en electrodomésticos y zas, asunto arreglado. Si eras muy aventurero, llamabas a las tres mujeres que han sobrevivido al machismo imperante de la redacción de tu periódico, las ponés a hablar de los hijos que casi nunca ven por dedicarle horas a ganarse el respeto de sus colegas, le escribís un par de párrafos en son madrecitaqueridapedacitodecielo y ya, nota. Qué lindo, qué conmovedor. Olvidémonos del asunto hasta el año que viene.
Eran otros tiempos. Ah, qué nostalgia.
Pero resulta que ahora que una ya no espera a que le lleguen a dejar el manojueleña en la puerta de la champa, y así como ocurrió con la locomotora y la electricidad, el viento del progreso también nos ha traído la radical noción de que algunas mujeres son personas. Digo algunas y no todas porque no hay que confundirse, diocuarde: las mujeres pobres, las que viven en territorio controlado por pandillas, las mujeres que no rinden adoración a los hombres que las consideran pensantes y las trans no pueden darse ese lujo. Hay que guardar algún tipo de decoro. Pero bueno, decía: esas selectas mujeres que son consideradas por Los Reyes de la Sala de Redacción como personas han chingado tanto que ahora los medios publican cosas el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y el 25 de noviembre, Día de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. La onda es que a veces terminan publicando unas zanganadas que no despiertan en mí más que esta reacción:
Así pues, este pasado 25 de noviembre hubo un desfile de textos grotescos vendiéndose como abordajes periodísticos de la violencia contra la mujer cuyo tema central era la violación o esclavitud sexual. Como ya sé del mal que padece mi pueblo, diré lo siguiente en negrita y en altas: NO ESTOY DICIENDO QUE NO PUEDA ESCRIBIRSE SOBRE VIOLENCIA SEXUAL*. Si pudiera, lo subrayaría con marcador de ese amarillo dameverga que venden en las librerías (ah mirá, ¡sí pude!). Nota tras nota, enlace tras enlace, la cosa empeoraba: titulares morbosos como Magaly pudo escapar de la esclavitud, pero no de ser violada ejemplifican muy bien el tipo de publicación por el cual los medios de comunicación abogaron: "mire qué difícil: a ella la violaron y yo tuve el valor de escribir al respecto". El mismo enfoque. Una. Y otra. Y otra vez.
El 25 de noviembre, cuya conmemoración debería centrarse en debatir públicamente cómo diversas exclusiones y violencias de todo talante —sexual en ocasiones y con particular gravedad, sí, pero antes de eso también fue económica, educativa, sanitaria, laboral y social—afectan la calidad de vida de las mujeres, acabó siendo, al menos en El Salvador, un catálogo de violadas cuyas historias fueron narradas con un claro tono morboso y deshumanizado que redujo un evento traumático y violento a una forma de hacerse un nombre a costa del sufrimiento de otras personas sin tener la menor intención de comprenderlo o denunciarlo.
La violación y esclavitud sexual ejercidas contra mujeres son la punta de lanza de cierto tipo de periodismo que se presume audaz y valiente hasta que se le cuestiona sobre el silencio sepulcral que guarda sobre las raíces de esta violencia tan cruenta, inabarcables, eso sí, si no es desde la interdisciplinariedad. Ante el cuestionamiento, se escuda en estadísticas que intuye relevantes, pero no sabe precisar por qué, o confunde de lleno culantro con verdolaga. ¿Cómo es que alguien se atreve a escribir sobre violencia de género con petulancia y algún tipo de vanagloria y luego pregona que la misma no existe, es una exageración o nomás un puño de histéricas haciendo alharaca? Pues así:
—Te voy a contar la parte grotesca, pero nunca te hablaré de lo sistémico.
—¿Pero cómo, Señor Periodista Comprometido con La Verdad?
—Así, mirá. Agarrá escuela.
Yo creería que por pura coherencia este tipo de señores se abstendría de escribir sobre temas que no domina del mismo modo que yo nunca busco calcular la cuenta en la pupusería: no sé sumar; no voy a meterme a hacer algo que no domino. Pero más allá del avanzado nivel de cognición requerido para sumar o considerar personas a las mujeres, supongamos que deciden escribir de estos temas porque venden. No los consideran válidos ni urgentes, pero venden. Dan premios. Atraen donantes. Te hacen ganar becas. ¿No pesaría entonces siquiera cierto requerimiento de rigor profesional, de responsabilidad con el trabajo que uno va a firmar? Es en serio. No me estoy burlando. ¿No pesa siquiera eso?
Hay pocas nociones más ingenuas que la objetividad del periodista. Ésta es inasequible e imposible: quien escribe, quien reporta, aborda el hecho noticioso con toda su noción de mundo, sus ideas de lo correcto y lo incorrecto, de lo justo y lo injusto. Nadie nunca puede despojarse completamente de su sesgo, pero sí puede ser consciente de él y reconocer cómo y de qué formas podría afectar su desempeño en ciertas áreas. Escribir sobre violencia de género sin entender cómo ésta funciona, sin creerla un asunto real y repudiable debería ser una cosa de la que quien ante ésta labor se plante deba ser consciente, mas no se hace. Y no es por falta de oportunidad.
Nadie nace feminista. Todxs hemos crecido en un sistema patriarcal y machista que nos otorga roles estúpidos en virtud de, ahora sí, la relación sexo/género. Todxs fuimos criadxs en el machismo, pero éste, como todo, puede desaprenderse. Oxfam Intermón tiene todo un taller que busca orientar la relación comunicación/género y los vicios que la afectan a la hora de escribir sobre violencias machistas desde el periodismo. Está bien si en lo privado usted cree de verdad que ninguna mujer está a su nivel en ningún ámbito de la existencia humana, pero si va a cobrar por escribir sobre violencia ejercida contra mujeres, tenga al menos la seriedad de hacerlo rigurosamente. Eso pasa por reconocer sus propios sesgos y hacer lo posible por dejarlos de lado, como cualquier profesional.
Lo ideal sería, por supuesto, que se involucrase a más mujeres en el periodismo de investigación y de profundidad, que hubiese más mujeres en las salas de redacción. Ésto por sí mismo no garantiza nada porque ser mujer no equivale a ser feminista, pero al menos matizaría en algo esta obsesión con hablar de violencia contra mujeres únicamente en su talante genitosexual. Quizá, con algo de suerte, incluso se notaría cuán distinta es la mirada sobre el tema cuando se lo aborda como algo sistémico y complejo. Eso pasaría, por supuesto, por no volver a las salas de redacción en un sitio tan hostil y machista, en considerar a otras colegas como interlocutoras válidas, en pensar en las mujeres como tutelares de derechos aunque no sean ni tus hijas, ni tus novias, ni tus madres.
Mientras eso ocurre, y si resulta no ser posible, existe una magnífica opción: callarse.
:)
*¿No odian cuando El Diario De Hoy y La Prensa Gráfica resaltan lo que consideran más importante en la nota, como si el lector fuera un maje? Es bien molesto. Ansori.
PD: PAGUEN POR UN TALLER DE GÉNERO Y PERIODISMO. Y otro sobre Derechos Humanos. Y uno sobre diversidad sexual.
Dentro del cansón, estúpido y soberanamente perverso cuento sin fin de las malditas asesinas que matan a sus pobres bebecitos recién nacidos, malas madres, yeguas desalmadas, es fácil identificar un patrón. Quizá dos. A veces, tres: sospechosamente, todas son pobres. La mayoría no tiene o no sabe cómo tener acceso a servicios de salud obstétrica. Además, y acá está el meollo del asunto, todas parecen tener una fascinación obsesiva con desmayarse en el baño.
Guadalupe, una empleada doméstica con sueldo de $80 al mes (eso es virtualmente esclavitud, digamos las cosas como son), dio a luz en casa de sus patrones a un producto con anomalías congénitas. Nació muerto. Trabajó todo el día porque temía perder el empleo. No dejaba de sangrar. Tras desmayarse en el baño, su patrona la lleva al Hospital de San Bartolo. Pasó siete años presa hasta que fue indultada por irregularidades en su proceso judicial. Guadalupe cursó hasta tercer grado. Tenía 18 años. Su embarazo fue producto de una violación sexual.
El sistema judicial no tiene medidas de justicia restaurativa para casos de este tipo.
María Teresa, empleada del sector maquila, ya con un hijo de 7 años, logró con trabajos llegar a la letrina de su casa. Se desangró, le nació un feto que se asfixió dentro de ella. Ella misma fue abandonada por su madre y creció en orfanatos; no le venga con eso de "si no quiere hijos, regálelos". Ella sabe qué es eso. Alguien llamó a la ambulancia y logró sacarla de la letrina. El resto del cuento es el mismo contado ahora 17, 18, 19 veces: despertar en el hospital con esposas en las manos. El cargo de homicidio. El olor a mierda impregnado en el pelo.
María Teresa pasó cuatro años en cárcel. En 2016, un juez anuló su sentencia. La FGR apeló la decisión. María Teresa tuvo tanto miedo de volver a alejarse de su hijo que pidió asilo humanitario en Suecia. Se lo concedieron.
Hace menos de un año, una menor de edad sale corriendo al baño antes de empezar clases en el instituto. Último año de bachillerato. Tiene una relación con un pastor evangélico mayor que ella, una infección en la sangre, un feto en las entrañas. ¿Ha entrado alguna vez a los baños de un instituto nacional? Hay un olor penetrante a orina o a cloro; a veces, a ambas. Se siente en los ojos casi como una nube de gas mostaza. En ese aromático entorno ella pare a un feto muerto, inviable. La fiebre se alza atropellada, la sangre le brota, ella se desmaya. Teledós se entera. Lo transmite en vivo. Medio El Salvador sopla su sopita de frijoles con epazote mientras sigue el minuto a minuto y espera a que saquen a esa bicha zorra, asesina, puta, del baño del instituto. Durante los comerciales, quizá el comedor comentó cómo estas monas ahora no pueden cerrar las piernas. Seguro es culpa del reggaetón.
Se abre la toma. Es el Damián Villacorta, en Tecla.
Ahí estudió mi tata.
Yo conozco ese baño.
Apesta a meados.
Deme un pedazo de queso fresco, maitra.
Nadie parece notar que una y otra y otra vez la narrativa de las mujeres acusadas de homicidio --no de aborto, ni lo quiera Dios-- en contra de sus fetos tiene como escenario brutalista y vulgar el baño público. No es uno con pastillitas olor lavanda tropical, toallas suavecitas gracias al poder del Suavitel Adiós al Planchado ni duchas con control de temperatura, no. Son fosas sépticas. Estas mujeres-monstruo, inmorales, capaces de matar a sus propios hijos, suelen tener como escenario el piso de tierra, la pared de bahareque, las lombrices reptando al fondo de la fosa.
Las asesinas descaradas avientan a sus fetos inocentes sobre la mierda porque ellas mismas son una mierda. Se desangran sobre el piso, bajo la lámina ardiente, porque así Dios las castiga. Hay algo en común en todos estos relatos, sí. Aquella lejana vocación de la tragedia de la Antigua Grecia: lo que ahí se muestra, en la transmisión en vivo de Teledós, en la cobertura de la ultracatólica prensa impresa y de la esquina más amarillista de la prensa digital, es una historia que busca impartir moral. Castigos por hibris. Fábulas. Es la letrina el escenario, el signo principal de la inmoralidad sexual de las mujeres pobres.
Las de clase media, con acceso a seguro social o privado, con alguna noción de cómo les funciona el cuerpo, no paren nunca fetos muertos en el baño. Les ponen franelitas rosas que huelen a cloro, las acuestan en una camilla y un obstetra que nunca no las trata como idiotas les dice en el tono más parsimonioso posible que lo siente mucho, pero como ya les había avisado en el control de los seis meses, su niñito vino mal. Recemos por su alma. Llame a su marido.
Las de clase alta, por supuesto, ni se lo piensan. Toma cuatro horas manejar a Guatemala. Cuesta mil quetzales la consulta en la Zona 12. A la salida, pasan a cenar a Cayalá, se toman selfies con los falsos edificios europeoides y al día siguiente están listas y frescas para irse de nuevo a misionar con el Opus Dei.
Evelyn también fue violada. Tiene 19 años. Esta es la parte donde digo que la violó un pandillero en la zona rural de Cuscatlán. Tenía un embarazo de seis meses y lo perdió. Esas cosas pasan. Evelyn no dejaba de sangrar en la letrina de su casa. Su mamá logró llevarla al hospital de Cojutepeque en abril de 2016.
Una jueza, seguramente obsesionada con no saber leer, descartó el testimonio de ambas, quién sabe por qué. Ha condenado a Evelyn a 30 años de cárcel por ser pobre, por haber sido violada por una estructura criminal formada por muchachos pobres que creen que se repondrán de la sistemática negación de su dignidad controlando, imponiendo, dominando el territorio y todo lo que se muera sobre él.
La jueza, les juro, nunca ha meado en una letrina.
Nos es muy difícil pensar en la comunidad sin asociarla a un espacio. Los bichos del pasaje son tales porque viven en el mismo bloque de casas; las hermanas de la congregación lo son porque hay una parroquia, una capilla, un templo que aloja al santo que las protege. En otros casos, como en el de las poblaciones desplazadas por violencia o por conflicto, la comunidad se funda en la añoranza del territorio perdido y el ansia de su recuperación. La comunidad, virtual o física, suele girar alrededor de un territorio*.
Estamos acostumbrados a asociar la palabra territorio con Estado, con país, y no con comunidades. Después de todo, es lo que te enseñan en tercer grado: el Estado existe cuando tiene territorio, pueblo y soberanía. Aquello que nos une, que nos congrega con otros como nosotros, que nos motiva a procurarnos condiciones de vida dignas y a vernos como un plural no es lo que viene a la mente cuando pensamos en territorios. Las comunidades son un microterreno que existe entrelazado con muchos otros, una especie de epicentro desde el cual se construyen identidades colectivas, narrativas, poderes.
Es por eso que tantas formas de estudiar a las comunidades lo hacen a partir del territorio: el espacio vital es la primera conquista. Es a partir de él que los sujetos políticos se posicionan como tales.
Hoy es aniversario de la masacre de Pulse, una disca en Orlando, Estados Unidos. Una disca es una discoteca gay, el primero de los espacios vitales de lo que ahora conocemos como comunidad LGBTI. Un ataque dirigido, sí, por la homofobia. Un ataque contra personas latinas y negras, personas de cualquier sitio en el espectro de género, culeros, marimachas, travestis, niñas-niño, dragas y bicicletas que estaban, creyeron, en un lugar seguro. Eso ha sido históricamente una disca: un espacio vital. Un territorio con población, con alguna noción de soberanía. Una burbuja autorregulada y encarnada en el seno de un mundo que odia a todo lo que representa. La disca es eso, un territorio de liberación.
Phoebe, Silvana, Saggy y Sophy en Oráculos, 1987.
Es importante tener esto en cuenta ante el aniversario de la masacre de Pulse, la próxima conmemoración de la XXI Marcha del Orgulo en El Salvador y el cómo nos planteamos como sociedad la existencia de estos espacios en nuestro país, para nuestras comunidades, para nuestras propias fobias al decir estupideces como "a mí no me representa la trans que enseña el culo" o "es que tenemos que respetar para que nos respeten". Tanto las discas como nuestros cuerpos son territorios que hemos conquistado, que seguimos construyendo y deconstruyendo. Cuerpos cruzados por traumas bélicos coloniales y recientes, pobrezas, miserias institucionalizadas por un Estado que se niega a reconocer nuestra condición de ciudadanos. un territorio nacional donde el espacio vital tan mínimo y frágil que hemos construido en cuestión de décadas es, como cada año, foco de agresiones, de atentados, de asesinatos y violaciones correctivas.
Pensemos en las discas como territorio que atestigua la presencia nuestra en los espacios autoritarios y represivos como el salvadoreño, tan listo a fulminar todo lo que considera diferente. Pensemos en los primeros sitios de los cuales tenemos registro:a mediadios de siglo, un café en el Centro Histórico y el Bar La Praviana fueron testimonio de cómo separadas apenas por una cuadra se dividían la clase media y baja de la gente "de ambiente". Una, de supuesta protección y recato, de guardar las formas; la otra, el ruido, las botellas, el mesón y la pobreza que ebulle y que cobra la aparente libertad de ser, de vivir, con miseria.
Pensemos en Oráculos, que sobrevivió más de veinte años tan enfrente de la remilgosa sociedad de San Salvador, justo en el Condominio Los Héroes, y que fuera escenario y refugio de certámenes de transformismo, de convivencias diversas, de socialización y formación de comunidades con un único interés en común: sobrevivir en El Salvador. Pensemos en las subjetividades políticas que se descubren en la disca a sí mismas en otros, en otras, en otres.
Pensemos cómo sin las relaciones creadas en esos sitios, sin el reconocimiento de la existencia de otros y otras como yo no habría sido posible jamás que ahora marchen 7, 8 mil personas a fines de junio sin temor a que una tanqueta les pase encima. Pensemos en el significado de unas subjetividades políticas que toman la calle y demandan ciudadanía aunque ahora los miedos sean otros. El Estado nos mata, sí, pero no con tanquetas: lo hace cuando no nos da un documento de identidad que refleje nuestra identidad de género y nuestro verdadero nombre; lo hace cuando una familia lesbófoba tiene más poder de decisión sobre la salud de una lesbiana que su pareja de toda la vida. Mata cuando reduce los presupuestos para la atención en VIH/SIDA, como lo hace cuando prefiere que el suicidio por envenenamiento sea la tercera causa de mortandad materna en lugar de legalizar la interrupción del embarazo. El Estado nos sigue matando, pero lo hace institucionalmente.
El miedo, la amenaza, no viene siempre de arriba. Es horizontal. Viene del tío que me viola "porque no he probado buena verga y por eso sos marimacha, pero ya tevuacomponer". Viene del cliente que me mata cuando me desnuda y ve mi pene. Viene de los pick-ups y camionetas que pasan por las discas, por los bares, por nuestros territorios en las noches del Orgullo y dispara al aire, al azar, porque ahí todos son culeros y no importa a quién le caiga el plomazo.
Empero, los territorios persisten. Los sujetos políticos se asumen tales. Viven, votan, se organizan, marchan. Viven.
Ahora, pues, que es aniversario de la masacre de Pulse, el asesinato masivo más grande de la historia moderna de Estados Unidos, pensemos en esa puerta de colorcitos raros que todos hemos visto en la Prolongación de la Juan Pablo. Usted sabe qué pasa ahí, o al menos eso cree. Un taxista en San José me señaló una calle a medianoche: "mire, ahí es la disco de los muchachos." Yo no soy un muchacho, pero sé que me estaba hablando de una disca, La Avispa. Algo me vio. Con cierto recato, con cierta pena, lo que me estaba diciendo es: "ahí están".
Ahí estamos. Aquí estamos. Aquí seguiremos. Buscándonos, procurándonos, construyendo comunidades y territorios. Viviendo.
*Digo "suele" porque esto cambió con el aparecimiento de la Italian Theory (Negri, Esposito, Agamben) y su repensar al Estado y la comunidad sin territorio. Claramente esto no es un texto filosófico, pero la aclaración es válida.
Hablar de derechos humanos en El Salvador a veces puede parecer una terrible irresponsabilidad. Toda denuncia es considerada ilegítima casi tan rápido como esta se hace pública. ¿Una víctima de una masacre cometida por el Ejército o los cuerpos policiales? Era guerrillero, era marero. En algo andaba. ¿Una comunidad que ocupaba un terreno baldío público porque hay serias desigualdades económicas y un déficit de vivienda arrastrado desde hace décadas? Chinches. Huevones. Vayan a trabajar.
Declarar que una persona o colectivo ha sido víctima de violación a sus derechos humanos logra que sobre sí se vuelque el odio de un país demasiado traumatizado como para reconocer que su modo de vivir, su noción de lo bueno, lo correcto y lo "normal" es violenta, nociva, criminal. ¿Por qué, entonces, perseverar en hablar de Derechos Humanos?
Quizá haya que volver al hecho de que este es un país traumatizado, configurado desde sus orígenes a partir de una violencia pública y sanguinaria, un país en el que a partir de la doctrina positivista de la ley y el orden se construyeron nociones de ciudadanía homogénea y obediente. La diferencia, ahora como en El Salvador colonial y el republicano, se castiga en público para hacer del diferente un ejemplo: aquí somos conservadores. Quien rompe la norma, muere.
Este romper la norma no equivale a delinquir. Descubrir que el género que se te asignó al nacer no es con el que te identificás, como es el caso de las personas trans, no es delito. Su existencia no es ilegal ni rompe norma alguna. Empero, el Estado salvadoreño se niega a emitir un documento que refleje a cabalidad su expresión de género. Para hacerlo, se basa en una idea de la ley que sugiere que esta no puede adaptarse a las necesidades de la ciudadanía, como si la primera cosa que se enseña en ciencias jurídicas es que la norma no se escribe para el pasado ni para el presente, sino para la convivencia futura. En el caso de El Salvador, esta convivencia futura nunca ha sido pensada para la ciudadanía LGBTI.
Como las leyes no van a cambiar por sí mismas, en el transcurso de esta década se han utilizado las mismas herramientas que el Estado pone a disposición de la ciudadanía para buscar que las personas LGBTI seamos incorporadas en ella. Ante nuestras denuncias de que las nociones de familia que tiene el reglamento del ISSS, la de matrimonio que contempla la legislación actual y la que sobre la omisión a regular el nombre de las personas trans se ha respondido con silencio, con absurdos y con odios disfrazados de rectitud religiosa. Con magistrados que en su voto razonado dicen que normar el nombre de las personas trans subvierte el orden público. Que atenta a la convivencia. Que perjudica al bien común.
¿El bien común, la convivencia, el orden público de un país expuesto desde siempre a una violencia pública como herramienta de control social se ven amenazados porque un grupo de personas tenga la facultad de tener documentos a su nombre?
En cristiano, ahí dice dormime, sopepitos
Cabe la pregunta ahora de qué tipo de norma rige al país traumatizado y violento que tenemos. Esto importa porque cuando hablamos de que la sistemática negativa estatal a reconocer a las personas LGBTI como ciudadanas plenas de El Salvador viola nuestros derechos humanos lo que recibimos es una risa sardónica que este país suele reservar para lo inverosímil. La risita de todos cuando ciertos sectores de la izquierda abogan por restituir al colón como moneda nacional o cuando alguien pregunta si alguna vez se disputará un mundial de fútbol en El Salvador. Esa risa, esa, es la que vemos cada vez que nos atrevemos a considerarnos titulares de derechos. Esa risa está en la magistrada de la CSJ, en el periodista cisgénero que cubre la marcha del Orgullo como si fuera una función del circo. Esa risa que está en el director del centro escolar público cuando Néstor aparece a clases con falda y pide que le llamen Cecilia. Esa risa, esa, es la base de nuestra exclusión.
Por eso, porque al parecer no somos personas, porque el país se configuró sobre una idea de homogeneidad racial, conductual y sexogenérica, porque nos han socializado para entender que la diferencia se paga con sangre, el Estado salvadoreño violenta nuestros derechos humanos con impunidad. Se da el lujo de archivar nuestros recursos de inconstitucionalidad durante un año, esperando un momentum para conocerlos y resolver sobre ellos porque depende de la coyuntura nacional si se nos considera personas o no. No hay una respuesta. No se dice si nuestros recursos se rechazaron o no están apegados a derecho. La Corte ni siquiera se toma el tiempo de leerlas. Esa risa, esa, ni siquiera nos considera personas.
Una violación a derechos humanos en El Salvador es, en el mejor de los casos, una masacre. A esto se llegó por la tenacidad de sobrevivientes, de testigos, de organizaciones empeñadas en recordar. Una violación a derechos humanos en El Salvador es detener a un acusado de esas masacres porque pobrecito, ya está viejito, adónde está su derecho a la vida digna, por qué no lo dejan en arresto domiciliar. Nunca surge esa pregunta cuando se denuncia que la esperanza de vida de una mujer trans en El Salvador es de 33 años.
Hablar de los derechos humanos de la población LGBTI en El Salvador a veces puede parecer una terrible irresponsabilidad. No somos personas, eso dice el Estado. Si sos trans, no tenés derecho a la identidad ni al nombre ni a la educación ni al empleo. Nadie en nuestra población tiene derecho a servicios de salud integrales ni a configurar familias legalmente reconocidas. Pero eso está bien, dice la sociedad, porque estamos fuera de la norma. Nos lo ganamos. Quién nos manda. Esa misma sociedad luego se espanta porque otros vienen con violencia a plantar evidencia, a masacrar o imputar delitos falsos a hombres jóvenes pobres, a mujeres jóvenes pobres que nada tienen que ver en el asunto, proverbio ancestral para referirse al que no debió morir y murió por esas violencias que creen, que se cimientan, en la existencia de que hay un uno inferior y sin derechos. Un uno diferente. Un uno prescindible.
Hablar de derechos humanos en El Salvador a veces puede parecer una terrible irresponsabilidad. Nadie los tendrá garantizados si no están protegidos para todos. Para todas. Si de eso hemos de encargarnos las lesbianas, los gays, les bisexuales y les trans, que así sea.
En la marcha de hoy→ Ellas son Estrellas del Golfo, un colectivo LGBTI de la zona del Golfo de Fonseca ♥ pic.twitter.com/CO5q7isFSz
— Virginia 🏳️🌈 (@Huishte) 17 de mayo de 2017
Sé que envejezco a paso galopante porque recuerdo cuando se fundó el Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer. Era 1996, el recuerdo de Selena todavía hacía llorar a la gente decente y el país olía aún a pólvora. ANTEL todavía existía. El Burger King operaba como food truck en la Texaco de Los Héroes y éramos, por tanto, un país menos gordo y sin onion rings. Como diría el Querido y Eterno Líder del Mundo Libre, SAD!
Nadie hablaba de feministas en aquel entonces. El tan establecido género colocha de ONG todavía era sui generis: organizaciones como CEMUJER, Las Dignas o Las Mélidas tenían muy poco tiempo de haberse fundado y respondían entonces a necesidades posconflicto: la adjudicación de tierras, la capacitación y acceso a la educación de las mujeres excombatientes. Nadie hablaba ─aún─ de femicidios, de salud sexual y reproductiva. Éramos otro país.
No hay en realidad un motivo válido para nunca haber hablado de “asuntos de género” en El Salvador. Uso las comillas porque llamar así a problemas como la salud sexual y reproductiva, el acceso a la educación, la paridad laboral y de financiamiento para microempresarias, la violencia intrafamiliar, las custodias de menores de edad y la participación en la toma de decisiones políticas fueran un asunto que solo afecta a las mujeres y no lo que en verdad son: un asunto de nación es absurdo.
Un país que trata a sus mujeres como un grupo de interés y no el principal segmento de su población es uno que se condena a sí mismo a la pobreza y al subdesarrollo perpetuos. Sin embargo, es lo que han hecho la mayoría de Estados-Nación desde su fundación y El Salvador se adhiere a dicha tradición con particular fe y alegría.
Los primeros movimientos a favor de los derechos igualitarios para mujeres vinieron por la vía del sufragio: éramos entonces un país joven, apenas superábamos el centenario y llevábamos poco más de cincuenta años administrando nuestro país independientemente de uniones federales o sometimiento colonial. Entonces tenía sentido apostar por el voto: la democracia nos resultaba algo demasiado nuevo como para notar sus enormes problemas y apostar por la participación política era en 1929, como lo es ahora, urgente y necesario. Prudencia Ayala se postuló a la presidencia cuando nosotras ni siquiera éramos ciudadanas de este país construido, como otros, para gobernar para una idea de ciudadano en particular: el propietario. El hombre propietario.
La historia del estatuto ciudadano, como el de persona, es una bastante fascinante y perversa pero que corresponde a una evaluación de Filosofía Moderna y no a un textín en un blog. No todos los nacidos en un país son ciudadanos ni pueden serlo: esta categoría se reserva para aquellos que según el Estado cumplen con los requisitos para tomar decisiones sobre la cosa pública. Las mujeres pueden participar de una ciudadanía nominal desde 1950, año en que se concede el sufragio femenino en El Salvador. Digo que es una ciudadanía nominal porque a pesar de que legalmente no haya prohibiciones para que una mujer ejerza el voto, tenga títulos de propiedad a su nombre o asentar con su propio apellido a los hijos no-reconocidos por quien los engendró, la toma de decisiones sobre la cosa pública sigue sin tener por centro a las mujeres y a las desigualdades a las que debe enfrentarse para poder acceder a la palestra política. Para ser ciudadana.
Cuando empecé a estudiar Derecho pocas cosas me resultaron tan chocantes como la existencia del ISDEMU mismo: ¿por qué El Salvador considera al 52% de su población como un grupo de interés? Muy a pesar de mi propio conflicto con la idea del grupo de interés (poblaciones “vulnerables” como niñez y adolescencia, gente LGBT o tercera edad), no tiene sentido crear política pública y legislar para un 52% de la población considerándole algo marginal, pequeño y que debe ser “protegido”.
Como contraste, esto no ocurre solamente en El Salvador: es un reflejo de la noción misma del Estado-Nación y de la desigualdad de género como motor del capitalismo: todas las labores de cuido y mantenimiento del hogar están relegadas a las mujeres para que el hombre pueda dedicarse a producir. Incorporar a las mujeres al campo laboral, aunque tiene beneficios fiscales, va en detrimento de la vida “moral” de la nación debido al “abandono” de los hijos. Este argumento absurdo y risible sigue siendo replicado hasta el cansancio para justificar los índices de violencia social: los pandilleros lo son porque no tuvieron nana que los criara ni les “enseñara valores”.
En la sumisión de las mujeres descansa el estatuto moral de la nación: crían “hombres de bien”. También depende de ellas el futuro económico del país: de su sacrificio (did you mean explotación Google voy a tener suerte) pende la educación de los hijos ─a costa de la de las hijas, que pueden quedarse a moler y a limpiar─ que serán “ciudadanos productivos”. Si tanto depende de ellas, de nosotras, ¿por qué no gobernar para que esto sea posible?
Pero revisando la Política Nacional de Mujeres, por cuyo cumplimiento vela el ISDEMU en coordinación con otras instancias, cosas tan vitales como la participación pública, el acceso a la educación y a servicios integrales de salud para mujeres siguen pensándose como un apéndice de políticas públicas previamente formuladas y no con ellas como centro. Pensar en estos términos no solo es impráctico sino caro: llenar a puro huevo una cuota de 30% de mujeres para las candidaturas no garantiza que se seleccione a las personas más capaces para ello. Intentar paliar la tremenda disparidad económica de las mujeres del área rural con subsidios y canastas básicas en lugar de analizar las raíces de su desempleo o subempleo para poder revertirlas es caro, insostenible y paternalista.
¿Para quién se gobierna en El Salvador, entonces? ¿Se procura el bienestar, la subsistencia y la vida de qué tipo de ciudadanos?
Gobernar con las mujeres al centro y no en la periferia tendría efectos como los siguientes:
Empero, aunque estoy convencida de que quienes trabajan en ISDEMU y demás dependencias que velan por la periférica y nominal ciudadanía de las mujeres hacen su trabajo de la mejor forma posible, al Estado solo le interesa poner a las mujeres al centro del asistencialismo postraumático: solo se gobierna para las mujeres cuando estas han sufrido violencia sexual. Esto, aunque necesario, es inútil: la violencia sexual no surge de la nada: es resultado de todo un aparato que nos ve como objetos, como cosa periférica, como un algo al margen del ser pleno, completo y autosuficiente que es el hombre en la sociedad capitalista. No podemos estar al centro únicamente cuando somos víctimas: debemos estarlo en cada política pública, en cada decisión nacional para constituirnos ya no una cosa con vulva y facultad de votar, sino ciudadanas. Personas. Parte esencial del país.
I.
Este es uno de mis primeros recuerdos: es 1991, tengo cuatro años y apenas me voy acostumbrando al kinder. Estamos en recreo y jugamos en la zona verde; yo estoy empeñadísima en hacer un pastel de lodo. En eso, el silencio. Giro la cabeza y veo que todos están parados junto a la cerca; unos hombres de uniforme les hablan desde el otro lado. Les dan gajitos de mandarina. Son unos cipotes. Con fusiles.
Yo me petrifico, ahogo un grito y salgo corriendo hacia el salón.
Años después, más de veinte años después, más de veinticinco años después, le cuento esta historia a mi mamá. Describo el uniforme. Sigo siendo capaz de describir el uniforme. "Con razón te asustaste", dijo. "Era la Policía de Hacienda".
Mi hermana, nacida cuatro años después de ese espanto, pregunta qué cosa es la Policía de Hacienda. No le suena para nada.
II.
"¿Por qué tu cartera es tan gruesa?", le pregunté ayer a mi hermano. "¿Qué tanto andás ahí"?. Su recuento empieza normal: el carné del colegio y su DUI. Su NIT. El carné de la Cruz Roja que especifica su tipo de sangre y su hepatitis. Su carné de minoridad. La licencia. Una copia de su partida de nacimiento. "¿Para qué andás tanto?".
Me mira confundido. "¿A vos no te obligaba mi mamá a salir con los chorromil documentos de la casa?".
Mi hermano, nacido en 1998, no tiene idea de que hubo un tiempo en que salir a la calle sin documentos de identidad siendo un hombre joven podía significar tortura, muerte, desaparición. Angustia. Una angustia sin fin.
III.
Es 2014, un día antes de la segunda vuelta de elecciones presidenciales y una amiga a quien hace 25 años tendría que haber considerado enemiga de clase y yo estamos chupando Regias en la mayor calma posible.
—¿Y qué irá a pasar mañana?
—No sé, pero puta, es Norman.
—Maje, es Sánchez Cerén.
—Coma mierda.
Ni ella ni yo votamos al día siguiente.
El Salvador es un país en el que una investigadora de la Policía Nacional Civil cree que puede existir sexo consentido entre un hombre que paga por sexo y una menor de edad explotada sexualmente por una red de trata:
Original en la versión web de La prensa gráfica, nota publicada en el 4 de enero de 2017.
… con funcionarios que afirman semejante cosa a pesar de la existencia del artículo 164 del Código Penal vigente:
…en el cual se considera que el estado emocional de un imputado por delitos sexuales es reporteable:
Max González (#GordoMax): Esto es devastador para mí. Me declaro inocente. Sobre caso trata sexual de menores. #ITVX pic.twitter.com/RtG2KTDAAn
— ExpresaTVX (@ExpresaTVX) 4 de enero de 2017
Este también es un país en que la libertad e integridad sexual de sus ciudadanas no son reconocidas, defendidas ni procuradas por sus instituciones ni su sociedad. También es un país que se niega rotundamente a hablar de sexo, de comercio sexual, de trata de personas y de los marcos que regulan los ejercicios sexuales de sus ciudadanos. Su negativa a repensar social e institucionalmente su idea sobre las libertades sexuales, empero, está malentendida.
Como país es imperante dejar de pensar que El Salvador encabeza las listas de restricciones a las libertades sexorreproductivas ─que van desde el matrimonio universal hasta el comercio sexual, pasando por las interrupciones legales del embarazo y las técnicas de reproducción asistida─ por ser un país religiosamente conservador. Dios es la excusa bajo la cual se amparan la mayoría de comportamientos autoritarios de una sociedad cerrada a la cual le aterra pensar que existe más de una forma de vivir.
Sería un error decir que la violencia multinivel que El Salvador ejerce sobre sus ciudadanas es sui generis. Todas las sociedades restringen social e institucionalmente las libertades sexorreproductivas para preservar modelos económicos y de ordenamiento social que les resultan convenientes, defendiéndoles mediante instituciones que se presumen incólumes, como la familia o la iglesia. Si bien las formas de restricción de estos ámbitos difieren de sociedad en sociedad, países más autoritarios, como el nuestro, optan por limitar el ejercicio de las libertades sexual y reproductiva cuando este compete a mujeres o personas de la diversidad sexual y de ignorarlos por completo cuando estos son violentados.
Pensemos, por ejemplo, en las menores víctimas de explotación sexual de las cuales Max González y tantos otros hombres son presuntos clientes. Ana Herrera, investigadora de la Policía Nacional Civil, cree que menor A está en condiciones de consentir actividad sexual a pesar de:
1) Ser víctima ella misma de una red criminal
2) ...que reditúa a partir de su explotación sexual
3) ...a la cual llegó por engaños
4)...y en la cual permanece bajo amenaza
Diversas corrientes del pensamiento legal feminista se han planteado la idea del consentimiento sexual cuando compete a trabajadoras sexuales o menores de edad en relaciones con hombres mayores. Algunas corrientes sostienen que en el caso de estas últimas pueden intervenir, como en la acusación a González, una marcada desigualdad monetaria y de poder entre las partes, en las cuales es usualmente la menor de edad quien está en desventaja. Esto impide que ellas puedan tomar una decisión libre y plena sobre su ejercicio sexual con ellos, pues esta se ve permeada por su estatus desigual frente al hombre mayor.
La trabajadora sexual adulta, que ejerce ese tipo de labor por opción propia, dicen otras corrientes, tampoco sostiene encuentros sexuales consentidos, pues es la exclusión económica la que la empuja a tener que ejercer ese tipo de labores. Este sería el caso, por ejemplo, de las mujeres trans en países como el nuestro, en donde el trabajo sexual y el comercio informal suelen ser las únicas vías de actividad económica a la que pueden acceder cuando institucionalmente se niega su derecho a la identidad, a la educación y a salud.
En el caso de las menores víctimas en el caso de González, su condición de explotación sexual y su minoría de edad impiden que puedan dar su consentimiento para tener sexo con personas como él, que desde su posición económica y mediática deciden expresamente participar de redes criminales para poder tener acceso a trabajadoras sexuales menores de edad. Hombres que están pagando por poder violar. Que saben que están pagando por poder violar. Que luego salen en entrevistas y dicen que ser procesados judicialmente por pagar para poder violar les resulta "devastador".
Si El Salvador tomase la decisión de hablar de sexo, de libertades sexorreproductivas, notaría que González es solo la cara visible (macabra y visible) de una sociedad en pleno que piensa que sus ciudadanas son objetos sexuales consumibles a cualquier edad. El exnovio de una mayor de edad se siente en derecho de "humillarla" compartiendo sin su consentimiento su ejercicio sexual libre es solo uno de tantos ejemplos. El sexo con menores de edad es aceptado, celebrado inclusive, en sociedades como la salvadoreña: cantantes, futbolistas, cuidadores, pastores evangélicos han sido anteriormente acusados de estupro o violación contra menores sin que su imagen pública sufra deterioro alguno. Es común escuchar historias de menores "acompañadas" con hombres mayores. La mayoría de madres adolescentes, que conforman el 30% de los partos en El Salvador, tienen como pareja a hombres mayores que ellas por 4 o más años de edad:
Fuente: Ministerio de Salud, Maternidad y Unión en niñas y adolescentes: Consecuencias en la vulneración de sus derechos. El Salvador 2015. Primera lectura de datos. San Salvador, El Salvador, noviembre de 2015, página 18. Disponible en línea.
Max González es solo uno de tantos hombres que utilizan su posición social o económica para tener sexo con menores de edad en condiciones de vulnerabilidad en una sociedad que celebra estos comportamientos, en la que "agarrarlas bichas" es algún tipo de galardón de hombría. En la que la libertad sexorreproductiva de las mujeres y personas de la diversidad sexual es condenada cuando no sirve de insignia para alguien más. En la que negándoles el conocimiento de su propio cuerpo, el uso libre del mismo y servicios de salud integrales se busca controlarlas no por conservadurismo religioso ni social, sino por autoritarismo. Porque nuestro orden social, económico y político tiene como componente clave la subciudadanía de las niñas y mujeres.
La violencia contra las mujeres no solamente está presente en las violaciones ni en este tipo de trata o el femicidio. También la ejerce la investigadora policial que cree que una menor obligada a prostituirse puede tener sexo consentido con un cliente, la sociedad que cree que la bicha es puta porque así consigue pisto, el medio que cree que "hay que darle espacio" al perpetrador. A este país le urge, para ayer, empezar a hablar de libertades sexuales y reproductivas porque sus ciudadanos somos, todos, seres sexuales. Porque sus ciudadanas somos, todas, seres sexuales y nuestra libertad, como la de todos, empieza por el propio cuerpo.
Cada vez que al gobierno salvadoreño en turno le va mal, digamos, si hay una crisis de homicidios, una guerra civil en ciernes, una debacle fiscal ineludible o un par de expresidentes procesados por corrupción, aparecen en prensa algunos diputados cristianos (este dato es importante) a decir que la verdadera amenaza de nuestro país no son las maras ni la corrupción ni los grupos de exterminio ni la absoluta estupidez con la cual se ha gobernado siempre a este país, sino yo, nosotros, los que nos sentimos atraídos por personas de nuestro mismo sexo o tenemos una identidad de género que hace sentir a cierta gente sumamente incómoda.
No crea, tener tal poder es hasta cierto punto divertido. Pensar: "bicha, vení, te vuadarvuelta mientras derrumbamos los cimientos de la nación" cada vez que veo a una chera guapa tiene su encanto, pero eso tiene que ver más con el hecho de que tengo un empleo fijo, una vida fuera del clóset y el privilegio de saber de qué hablan los diputados Velásquez Parker e Iraheta cuando dicen que soy yo lamiendo vulvas y no un aparato estatal asesino, perverso y corrupto, el subempleo o el escaso acceso a justicia lo que está mellando la familia, la vida y el devenir del país en pleno que con el ser lesbiana.
Se supone que esta es la parte del texto en la cual tomo los argumentos de ambos diputados y los refuto. Hace meses que renuncié a ello: no hay manera. Es todo tan rotundamente ridículo que no hay modo. De verdad que no lo hay:
@Huishte ahí donde hay deporte pic.twitter.com/55dRkPtQGP
— Gumer (@GumerV) 16 de noviembre de 2016
Le voy a evitar el trabajo de intentar comprender qué está diciendo el diputado: ahí no hay una sola idea concreta. Si encuentra una, avíseme y dedique su talento para desenmarañar sinsentidos a hacer algo productivo, como desenrredar atarrayas. Lastimosamente, quien está sentado en un curul de la Asamblea, ganando un sueldo que pagamos, además de "la gente normal", miles de lesbianas, gays, bisexuales y transgénero, quien decide que lo mejor para la coyuntura es desviarnos de los verdaderos temas que ponen en peligro el inexistente bienestar nacional es él, no yo y mi burla cómoda desde lejos, desde la cómoda burbuja de la clase media, donde el Estado únicamente existe para cobrar impuestos, donde el Estado no puede joderme la vida porque puedo pagarme un médico no homofóbico, porque puedo conseguir un empleo en un sitio con políticas de no discriminación, porque mientras pague impuestos, no mate a alguien (excepto si es marero; eso me volvería heroína nacional ante sus ojos) y me sea ilegal casarme al Estado no le interesa mi vida.
Pero hay personas lesbianas, gays, bisexuales y transgénero en todos los estratos sociales, en todo tipo de familias, esas que los diputados Velásquez Parker e Iraheta dicen defender de nosotros. Familias que nos expulsan, que nos golpean, que nos violan o nos repudian por no sentirnos atraídos por quienes se supone deberíamos. Familias con las que algunos de nosotros debemos quedarnos porque la alternativa es morir de hambre. Familias "normales", sanas, nucleares y cristianas, que rezan por nosotros en el culto, en el rosario, para que "nos compongamos". Familias que, impulsadas por los diputados Velásquez Parker e Iraheta, creen que la violencia contra nosotros, especialmente cuando se ejerce desde el curul, desde el derecho, tiene como objetivo proteger a la patria.
La diputada Iraheta alude motivos como "el rechazo a cualquier ideología que en otros países globalizados" para decirme, con todo respeto y sin afán de lastimarme ni de ofenderme, que ella en nombre del Estado tiene derecho a negarme mis garantías civiles. Es sumamente simpático que su argumento sea un falso nacionalismo cuando El Salvador ha sido consistente en su incapacidad de desarrollar aparatos ideológicos propios y se ha limitado durante dos siglos a seguir a los intereses económicos externos para ordenar su institucionalidad, su territorio y su población misma. Lista como es, Iraheta sonríe con la misma mirada plácida que usaba en Ágape para enviarnos la bendición del día mientras responde a los periodistas que no, limitar mi derecho a firmar un contrato de convivencia con otra mujer no es un ejercicio violento ni discriminador, sino una natural y certera acción estatal para decir lo que ha dicho siempre: "esto no lo comprendo, por tanto debe ser aniquilado".
"No te discrimino ni busco ofenderte, marica; nomás no creo que seás persona. Dios te bendiga. Voy a rezar por vos."
No dudo que Iraheta esté convencida de que no busca ofender a nadie ni lastimar susceptibilidades, pero cuando soy una ciudadana de un Estado, no he quebrantado sus normas ni he sido hallada culpable en juicio de delito alguno y venís a decirme de que tengo menos derechos que los culpables de delitos de lesa humanidad que ostentan cargos públicos, que los violadores sexuales que morirán impunes porque los protege la inoperancia del Órgano Judicial o que el expresidente defraudador del fisco a quien su partido invitó amablemente a huir antes de que cayera preso no puedo evitar ofenderme y sentirme no herida, sino cagada no en mis susceptibilidades, sino en mis hijueputas derechos.
La orientación sexual no puede ser competencia estatal simplemente porque (quitándonos de encima nimiedades como la libertad negativa, que es el espacio libre de coacción externa, donde el Estado no puede intervenir) no tiene cómo regularla. Si tanto Velásquez Parker, en su esquizoide paranoia anti "izquierdista" (como si el FMLN hubiese defendido nuestros intereses en público ALGUNA VEZ) o la diputada Iraheta en su infinita condescendencia a lo Anita Bryant quisieran remontarse a los orígenes extranjeros, "de países globalizados" que llevaron al ámbito de lo sexual a la palestra pública se toparían con otro homosexual, amenaza de Occidente, atentando contra la civilización: Michel Foucault.
Ni siquiera es la práctica sexual por sí misma, sino la tasa de natalidad y la necesidad de mantenerla a cierto ritmo para no quedarse sin obreros lo que impulsa la entrada de lo sexual al ámbito regulatorio del Estado (a modo de censos, de políticas públicas a favor de disminuir la mortalidad infatil o la desnutrición ídem) durante la etapa de consolidación del capitalismo como sistema de producción. La "familia natural" que tanto claman defender no existía hace dos siglos, mucho menos en los ordenamientos sociales indígenas. Dado que vivimos en un país a claras luces sobrepoblado (y desde hace más de una década), dudo mucho que el interés por excluirnos de nuestro derecho a formar uniones conyugales legales, a adoptar, a testar y a construir una vida dentro del frágil marco de la legalidad tenga más motivo que una profunda homofobia y la prepotencia de creer que gustar del sexo opuesto es garantía suficiente para ser padre, buen ciudadano, buen lo que sea.
Algo que encuentro hondamente fascinante del Estado salvadoreño es lo selectivo que es para discriminar a la población LGBTI. Parece que nuestra identidad de género u orientación sexual únicamente es relevante en ciertos escenarios y que si bien este puede elegir arbitrariamente excluirme del goce de mis garantías civiles, para otros ámbitos si somos ciudadanos plenos. Al Ministerio de Hacienda le da igual mi orientación sexual, por ejemplo. Lesbiana o no, igual me deducen la renta. Voy a la tienda, me compro un Quesito Diana e igual pago 13% de IVA. Tampoco le importa mucho esto al ISSS, que igual me descuenta un porcentaje de mi sueldo aunque el médico que va a operarme pueda decidir no hacerlo porque teme contagiarse del SIDA que cree toda la población LGBTI padece.
Iraheta, Velásquez Parker y la población que les apoya no han reparado en el enorme trabajo que durante décadas han hecho las lideresas trans, los hombres gays y las mujeres lesbianas para procurar nuestra propia supervivencia en un Estado hostil que nos niega el derecho al nombre a algunas y algunos o a la unión matrimonial y la salud sexual y reproductiva a todos, que nos excluye de la educación y del empleo formal, de la seguridad social, del acceso a vivienda o al crédito hipotecario porque nuestras familias son, a sus ojos, menos sacrosantas y para nada dignas de protección. Ambos diputados y sus intereses nos creen silentes, avergonzados, como si nuestra población no tuviese 30 años de trabajo político a cuestas, como si no fuésemos cada vez más personas LGBTI con vidas dignas, fuertes y libres fuera del clóset donde quieren seguirnos metiendo.
Rubí, compa trans en observación electoral durante los comicios de 2015. Al fondo, Julia Regina al borde del colapso y con cara de asquito. Nada perturba el orden público como una marica en público.
Las maricas ya no hambrean ni mueren en el exilio social porque ya no estamos solas. Hay organizaciones que hemos construido, hermanos y amigos que saben que ser LGBTI tiene tanto de anormal como ser colocho o tener lunares. Los más privilegiados entre nosotros estudian, se forman, aprenden a litigar, demandan del Estado reconozca lo que de inconstitucional tiene negarnos nuestros derechos. Cuentan con nuestro silencio y nuestra pasividad. Ahí se van a estar.
En otro mundo paralelo, en el que los cristianos trabajan por la justicia y la igualdad, un obispo dijo antier en misa que nadie debería sentirse incómodo en la Iglesia, la cual debería aspirar a ser la casa de todos. Y yo, la atea lesbiana sentada en una homilía en honor a dos mujeres y seis sacerdotes que murieron denunciando a un Estado asesino, represor e inmoral, me quedo con eso. La casa de todos. El Estado de todos. La Constitución de todos.
Al clóset ya no volvemos. Somos demasiados: ya no estamos solos. Vamos con nuestras familias, las que tanto nos ha costado construir. Las que el Estado busca invisiblizar. Somos demasiados. Ya no cabemos.
FOTAZA de Ebony Pleasants en la XX Marcha del Orgullo LGBTI.
Nadie lo recuerda a estas alturas, pero alguna vez fuimos un país con esperanza. No fue hace mucho, en realidad. No han pasado ni diez años.
Las elecciones presidenciales de 2009 implicaban muchas cosas. Una de la que se habló poco, poquísimo, fue que esos eran los primeros comicios en los que un buen sector de los nacidos hacia el final de la guerra estaba habilitado para votar. Miles de niños con padres excombatientes, exmilitantes, desaparecidos, torturados o perseguidos políticos de uno u otro bando del conflicto, que vivieron y crecieron con las consecuencias de un enorme trauma social no reconocido por nadie llegaban a las urnas. Podían hacer algo. Podíamos hacer algo.
Yo tenía 17 años cuando Antonio Saca resultó electo, en 2004. Nada pude hacer al respecto. Solo pude enojarme cuando el FMLN, opción electoral única para los hijos de los excombatientes, los exmilitantes, todos esos exes que trataron de modificar la estructura desigual de este país y que al final del conflicto se volcaron a las ONG, a la academia, a los sindicatos para hacer su parte "desde cualquier trinchera", decidió postular a Schafik Handal como candidato presidencial. Un líder histórico (de una pequeñísima fracción), sí, pero una figura política alcalina, sin capacidad de convocatoria. Me enojé. Nos enojamos. No podíamos votar, solo esperar. Esperar a construir. Esperar "a ver si ahora sí".
En noviembre de 2007 empezó, creímos, la oportunidad de construir. Noto ahora que digo "nosotros" con vehemencia, como si hubiésemos sido muchos, como si no fuese la mía una generación que creció en el silencio, en el temor. Esa misma generación de gente que nunca se interesó en las elecciones estaba de repente yendo a conversatorios, hablando con su entorno, buscando sus datos en la base del TSE. Hablando de política. "Es hoy o no es. Hay que votar". Tratando. Sumando.
Nadie recuerda tampoco que a finales de 2008 e inicios de 2009 fuimos un país más paranoico: te asaltaban y solo te quitaban el DUI. La oposición juraba que Estados Unidos iba a boicotear las remesas. Aparecían descabezados en el centro de San Salvador, cuando aquello todavía era considerado noticioso. Una mitad del país tenía miedo. La otra, esperanza.
El día de la elección, mi mamá me rogó para que no usara ningún distintivo partidario en la calle, pero Mejicanos, bastión rojo en aquel entonces, hervía de gente contenta y vigilante. San Salvador estaba en calma a pesar de que las radios comunitarias anunciaban en la madrugada que había movimientos sospechosos en algunos centros de votación. A las 7 de la noche, mi mamá planchaba frente al televisor mientras yo escuchaba radio y seguía Twitter. De repente, un grito. El FMLN ganaba San Miguel por obra y gracia del voto de castigo para un debilitado Will Salgado. "Ya estuvo", dijo mi mamá, y se sentó a sollozar en el sofá.
Nadie recuerda ahora que la noche del 15 de marzo de 2009 bailamos en el Redondel Masferrer mientras otra mitad del país rezaba el Rosario, aterrada por el futuro. Nadie recuerda la cantidad de catedráticos que desaparecieron porque se sumaron al gobierno, tratando de "hacer algo". Creíamos. Creí. Seguí creyendo cuando Funes decidió incorporar al Ejército a las labores de seguridad pública. Era una crisis, justificaba yo, y mientras la proporción fuese la prometida ─un militar por cada cinco policías─ no creo que haya problema alguno. Me llamaron hipócrita. Me indigné. La FAES no es la misma de hace 20 años. No puede ser la misma. Esperaba que no fuera la misma.
Los catedráticos volvieron a la universidad en cuestión de un año, año y medio. Algo no funcionaba. Algunos cargos eran reasignados a gente desconocida, ahora sabemos que venían propuestos por GANA. "Hay que negociar. Necesitamos negociar. Así se gobierna". Luego vino el decreto 743, la fractura total con todo. Lorena Peña diciendo en Twitter que apoyar el orden constitucional era cuestión de neoliberales. La revelación del descaro. Del presidente, del partido.
El discurso prepotente de Funes, que no era nada nuevo ni sorprendía a nadie, se volcó entonces contra la misma generación que no participaba en política, que no hablaba de política, que salió a votar por él porque "no es exguerrillero", porque "no mató a nadie". Era el mismo tono pedante, revanchista e innecesariamente combativo de Tony Saca, de Francisco Flores, de Calderón Sol...
El desencanto fue permeando cada vez más hondo, cada vez más fuerte cuando se revelaron las investigaciones sobre El Chaparral y La Geo, cuando se decidió mentirle a la población de la forma más absurda y cínica respecto de la tregua. Ni Funes ni el FMLN escucharon; era todo un artilugio de ARENA. Jamás el descontento fue visto como legítimo. Toda crítica, toda oposición era golpista. Gente que vivió en carne propia no uno, sino varios golpes de estado, que sabe lo sangrientos que son, que perdió compañeros, parientes, parejas en un contexto de grave represión política, ahora considera golpista la menor oposición de parte de un civil.
Ahora, el otrora representante de la esperanza, de la transición democrática y pacífica está exiliado en Nicaragua. Es, según él, un perseguido político porque se lo acusa de corrupción. ¿Quién lo perseguirá? ¿Es el mismo FMLN? ¿Es una fuerza beligerante (grupo armado con control de territorio y en miras a la toma del poder político)? ¿Por qué el expresidente decide que no confía en la administración de justicia de un gobierno que le es afín y huye? ¿Qué dice eso de él, del FMLN?
Hay mucho de simbólico en la elección de términos de la izquierda partidaria: golpe de Estado y persecución política. Ninguno es vigente ahora. Sin embargo, tienen ambos términos una pesadísima carga histórica que desata reacciones de rechazo hondo en sociedades posbélicas como la nuestra. El perseguido político es usualmente un opositor al régimen o a la fuerza beligerante dominante. Se le busca erradicar porque es una amenaza. ¿A quién le resulta amenazante Mauricio Funes a estas alturas? El perseguido político usualmente encarna los ideales de apertura democrática. ¿Qué ideales encarna ahora Mauricio Funes? Este es un país sin perseguidos políticos oficiales desde 1992, pero que ha permitido la intimidación y vulneración de la integridad de líderes sindicales y medioambientalistas. ¿Es perseguido Mauricio Funes como lo fueron los vinculados con los esfuerzos antiminería de Radio Victoria, en Cabañas?
La gente de la generación silenciosa, los votantes movidos hace años por una pequeña oportunidad de cambio no han vuelto a las urnas y probablemente no lo harán. Nada ha cambiado ni nada cambiará. Ha quedado en evidencia, piensan, que todos son corruptos, que todos se protegen con mayor o menor cinismo. Ahora votan los de siempre, los que a pesar de 7 años de cinismo, de corrupción, de completo desdén por la justicia (Katya Miranda, El Chaparral, la derogación de la Ley de Amnistía y sus "motivaciones golpistas") y un país en quiebra siguen defendiendo a Funes, al FMLN.
Nadie lo recuerda a estas alturas, pero alguna vez fuimos un país con esperanza. No fue hace mucho, en realidad. No han pasado ni diez años. Por increíble que parezca, ahora estamos muchísimo más lejos de alcanzarla.
Es 2011. Mi mamá, mi hermana y yo vemos Caso Cerrado en la sala. Una pareja de mujeres, cada una alrededor de sus 60 años, demanda por discriminación a un restaurante que las expulsó del local tras besarse. Mi mamá hace una mueca y dice "¡qué asco!". Mi hermana, entonces de 16 años, le dice que el amor no tiene nada de asqueroso. "Son dos mujeres haciendo eso en público. Claro que da asco". Yo acababa de descubrir que no soy heterosexual.
Me fui de su casa poco después.
Mi mamá no me odia. Yo sé que no. Desde hace mucho tiempo no me conoce, pero tampoco me odia. A veces me manda medicina para la migraña; otras, cebolla encurtida o sopa de pollo, esas cosas que de repente las mamás hacen. Ella no me odia, pero una parte de mí, la que suspira cuando ve a muchachas con faldas vaporosas, le asquea. Dos personas del mismo sexo amándose, besándose, tomándose de la mano le dan asco. Eso se llama homofobia.
La palabra es fuerte. Pienso en homofobia y la primera imagen en mi mente es la de un señor, abogado, quien a la salida de un foro sobre familias diversas me dijo que prefería que un menor viviese bajo tutela del ISNA a que fuese adoptado por una pareja homosexual. Eso es un homófobo para mí. El odio en los ojos del señor cuando le dije que cada vez que hablase sobre la aberración de la homosexualidad pensase en mi cara, en que existimos y tenemos un nombre, una vida. Eso es homofobia. Omar Mateen, el hombre que entró a una disca en Orlando y asesinó a 50 personas e hirió a otras 53 es un homófobo: su motivación para masacrar fue el asco que le causó ver a dos hombres besándose en una calle de Miami. Usar la palabra homofobia para hablar de mi mamá, he descubierto en el transcurso del día, me duele. Pensar que ella y el asesino de 50 personas tienen algo en común me duele: a ambos les asquea que exista gente homosexual, como yo.
La gente heterosexual normalmente no va a discas y, aunque lo haga, esos espacios no significan para ellos lo que significan para nosotros. Yo no soy una persona de fiestas y aun así me he sentido en casa en Scape, la primera disca en la que besé a una mujer. He bailado salsa en Manthra, en los brazos del hombre más hermoso que he conocido (es gay. Ha pasado por terapias de conversión. Él también asquea a su mamá). He llorado de felicidad en La Avispa, una disca de Costa Rica, mientras bailaba con una mujer que amaba. He llorado de felicidad abrazándola a ella mientras escuchábamos a Rihanna. A mi mamá le da asco mi felicidad. Quizá no a secas: le da asco que mi felicidad sea esa: abrazar a una muchacha. Quererla. Que ella me quiera a mí.
Yo soy una lesbiana con privilegios. Pude decidir no lidiar con ese asco. Pude decidir irme. Pude costear irme. Trabajo en un sitio con política de no discriminación. Puedo costearme, anímica y emocionalmente, tener una vida en la que hablar de mi orientación sexual es tan relevante como las opiniones de Mauricio Funes sobre cualquier tema nacional. Puedo decidir no lidiar con gente a quien esa parte de mí le asquea. Como el abogado del foro. Como mi mamá.
También soy una adulta con responsabilidades y preocupaciones y platos sucios y posicionamientos políticos. Uno de ellos es ser una marica visible y que habla abiertamente y con fervor juvenil de lo hermosa que es Eva Green. Eso le sirve más a otra gente que a mí; gente que de repente me sonríe de más y me habla titubeante para contarme que le gusta un muchacho y no sabe cómo distinguir si es gay o no. A mí me sirvió para entender que la familia no solamente es biológica: también puede ser familia la mujer trans que te abraza como si te hubiese conocido desde siempre cuando le decís que te ofrecés como voluntaria para la Marcha del Orgullo. Me sirvió para construirme una familia propia en la que caben mis hermanos biológicos, gente que brincotea en discas y parejas que llevan décadas juntas. Una en la cual mi orientación sexual no causa asco.
La palabra me sigue sonando fuerte. Pensar que mi mamá y el asesino de 50 personas refugiadas en un sitio en el cual pueden besarse y abrazarse y tomarse de la mano tienen algo en común es algo que me duele. No suelo pensar en mi mamá de este modo. Hace cinco años que no hablamos y ella quizá ya es otra persona; yo lo soy. Pero hoy desperté y lo primero que leí es nota tras nota tras nota de la masacre de la disca en Orlando y la motivación del asesino: el asco. Uno que conozco demasiado de cerca. Uno que yo elijo ignorar, pero que me persigue.
El Salvador es un país que ni siquiera trata de ocultar su capacidad de odiar. Odia al aficionado del Alianza, a quien vota por ARENA, al pandillero, a los días nublados, al cristiano evangélico (o al católico); a las nuevas Nucitas (saben a manteca) y al homosexual. Al culero, a la marimacha. El Salvador cree que tiene derecho a odiarnos, pero no sabe muy bien por qué. A veces trato de pensar que es un odio hipotético: quizá le repugne la idea del coito homosexual, pero no necesariamente Mario, el muchacho gay. Eso trato de pensar a veces; incluso agarro valor y persigo al homófobo del foro para que me explique en mi cara por qué piensa que yo no tengo derechos civiles. Luego veo el odio en sus ojos: un odio furibundo que lo consume a él, no a mí. Que le dispara la presión a él, no a mí, porque yo tengo el privilegio de saber que no tengo que aguantarlo. Que su odio es suyo y de su intolerancia, que no tiene nada que ver conmigo. Pero ese es un privilegio.
El odio es el mismo en quien se cruza de pasillo cuando ve a dos maricas en plena cita en Metrocentro, en la señora cincuentona que se asquea al ver un beso ficticio en la televisión y quien toma un AR-15 y mata a personas por tener una orientación sexual distinta a la suya. En mayor o menor medida, pero es el mismo. Todo empieza por sentir asco.
Mi mamá no me odia. Le escribe cartas a mi papá contándole qué ha sido de mi vida y la persona a quien describe no tiene nada que ver conmigo. No soy yo. Ella no sabe cuán definitivo fue el "¡qué asco!" que ella dijo desprevenida una tarde de 2011, frente a la tele. No sabe cuán feliz puedo ser cantando a gritos canciones de Rocío Dúrcal, las mismas que ella canta, pero ella lo hace en casa y yo en un bar gay. La homofobia existe en todos lados, en distinto grado. A veces mata, a veces solo enoja. Sin embargo, siempre duele.